martes, 31 de enero de 2012

Jonio González y su magnífica obsesión por Richie Kamuca

Jonio González lo hizo de nuevo. Para su serie Second Line, publicada en Cuadernos de Jazz, esta vez un texto deslumbrante sobre el saxofonista Richie Kamuca.

En busca de Richie Kamuca

No recuerdo cuándo comenzó mi obsesión por Richie Kamuca. Sí recuerdo que cuando escuché por primera vez a Shelly Manne & His Men mi oído se sintió atraído de inmediato por ese sonido lesteriano y a un tiempo enérgico, un punto melancólico y negligente, como si quien lo producía intentase, sin éxito, ocultar el fondo de su alma. Recuerdo también el día, hace ya muchos años, en que en la desaparecida tienda Balada, de la calle Pelayo de Barcelona, descubrí, en formato vinilo, Drop Me Off In Harlem, el último de los tres extraordinarios, y absurdamente inconseguibles, discos que grabó para Concord en 1977, año de su muerte. Desde entonces me he sentido, respecto de Kamuca, como los narradores de las novelas de Patrick Modiano, siempre en busca de alguien de cuya elusiva identidad sólo sabemos aquello que nos transmiten los escasos testigos de su paso por la vida.

 En el caso de Richie Kamuca los indicios hay que buscarlos en las obras que ha dejado, en su colaboración con otros, en su nómada y a la vez coherente trayectoria. Y el misterio se agiganta cuando comparamos ésta con la de fieles compañeros de ruta como Bill Perkins, Conte Candoli, Frank Rosolino, Stan Levey o Bill Holman. ¿Por qué coincide con ellos en algunos discos y en la mayoría, sin embargo, su nombre desaparece mientras que los otros permanecen? ¿Qué ocurrió entretanto, cuál fue la razón de esos hiatos?

Nacido en Filadelfia en 1930, de origen indoamericano (según otras fuentes era medio hawaiano), Richard Richie Kamuca estudia en la Mastbaum High School of Music, donde coincide con Red Rodney y Buddy DeFranco. Con sólo dieciséis años es contratado por un club de Newark, donde coincide con Clifford Brown, y a los diecinueve lo encontramos en el cuarteto de Stan Levey, del que también forman parte Red Garland y Nelson Boyd y con el que llega a acompañar al mismísimo Charlie Parker. Dos años más tarde, en 1951, entra en la orquesta de Stan Kenton, donde coincide con varios músicos que marcarían su carrera artística, como Bill Holman (con el que colaboraría asiduamente durante unos años), Frank Rosolino y Lee Konitz. Es ése uno de los períodos más "caleidoscópicos" y "dinámicos" (en palabras de algunos críticos de la época) de Kenton, que en 1952 cree haber alcanzado el olimpo de los grandes creadores con New Concepts of Artistry in Rhythm. Lo cierto, no obstante, es que los arreglos de Bill Russo, Bill Holman y Gerry Mulligan resultan cálidos y a la vez coloristas, y que Kamuca, cuyo nombre no aparece destacado en la contra del disco, realiza más de una intervención destacable, sobre todo en Young Blood, de Mulligan. Al año siguiente participa en la grabación de Sketches in Standards y acompaña (junto con Konitz, Rosolino, Conte Candoli, Stan Levey y Don Bagley) a Al Haig cuando éste se presenta en el club The Clef, de Hollywood. La publicación en 2002, por el sello japonés PJL, de las grabaciones de estas actuaciones ponen de manifiesto la admiración de Kamuca (y Candoli) hacia Charlie Parker, y el bop en general, en una apabullante versión de "Billie's Bounce". Poco después, la orquesta de Kenton marcha de gira a Europa, pero Kamuca no es de la partida.
           
En 1954 se une a la formación de Woody Herman como miembro del Tercer Rebaño, junto con Bill Perkins y Al Cohn. Quizá en esto resida una de las claves de la pertinaz infravaloración de Richie Kamuca: tras el paso por la orquesta de Herman de lesterianos de la talla de Stan Getz, Zoot Sims o los citados Cohn y Perkins, sería hasta cierto punto lógico que su imagen quedara algo desdibujada, aun cuando ya poseía un sonido propio, menos ligero que el de los primeros, si se quiere, pero igual de sólido y personal. Del tiempo que pasó con el músico de Milwaukee lo más destacable tal vez sea su intervención en "Opus The Funk", incluido en Road Band!, de 1955, y las grabaciones que hizo con el octeto que formó Herman para unas actuaciones en el Riviera Starlight de Las Vegas, "Jackpot!" (recogido en Woody Herman. His Octet and His Band, editado en 2006 en las JazzCity Series de Fresh Sound). Las intervenciones de Kamuca al comienzo de "Every Day I Get The Blue"s, así como en "Jumpin' At The Woodside" y, sobre todo, "The Boot", son de las que quitan el aliento por su fuerza, su control y su swing. Al año siguiente también daría muestras de su genio como gregario en Blues Groove, con arreglos de Nat Pierce y Ralph Burns. Sin embargo, la consecuencia más interesante de su paso por la orquesta de Herman serían el mítico The Brothers!, con Perkins y Kamuca, y Cy Touff, His Octet & Quintet, con arreglos de Johnny Mandel y Ernie Wilkins. En el primero porque, aun cuando por momentos resulta casi imposible distinguir cuál de los tres está tocando, Kamuca consigue, como escribió Mitch Reed en las notas del álbum, "sonar como los otros dos a la vez". En el segundo, porque nunca hasta el momento Kamuca, que ya había coincidido con Touff en el octeto de Herman, se había explayado tanto y con tal libertad. A destacar, su particular homenaje a Young en Prez-scence (uno de los escasísimos temas de su autoría)  y su solo en "Half Past Jumping Time", una composición que conjuga sabiamente el sonido West Coast con los conceptos rítmicos de Count Basie (se trata de un tema de Neal Hefti, arreglista del Conde).
           
Mil novecientos cincuenta y seis marcaría también el reencuentro de Kamuca (y Bill Perkins) con Kenton, que duraría un par de años e incluiría grabaciones y presentaciones en clubes de la Costa Oeste. Asimismo, ese año colaboraría con Chet Baker y Art Pepper en The Route, con una fantástica intervención, por nocturna y contenida, en el tema homónimo, y, sobre todo, grabaría con Bill Perkins dos álbumes excepcionales, Just Friends y Tenors Head-On (reunidos en Just Friends, LoneHillJazz, 2008). Si bien una vez más los sonidos de Kamuca y Perkins resultan indiscernibles en ocasiones, el segundo lo tenía claro: "A veces ni yo soy capaz de distinguir cuál es cuál, pero si de algo estoy seguro es de que me gustaría tener el swing de Richie." Frescos, contrapuntísticos, emotivos (sublime el diálogo que establecen en "Sweet and Lovely",con Perkins en el clarinete bajo), actúan como almas gemelas en los unísonos y como espíritus afines en los respectivos solos. Por esa época Kamuca interviene también (con Charlie Mariano, Pepper Adams y Chet Baker entre otros) en la grabación de la banda sonora de The James Dean Story, película dirigida por Robert Altman. Los arreglos corren a cargo de Bill Holman y Johnny Mandel y se trata de una de las numerosas colaboraciones de nuestro hombre con los estudios de Hollywood (fuente clave de alimento para los músicos de la Costa Oeste). En 1959, por ejemplo, registrará la música para la serie Mike Hammer, con arreglos de Skip Martin y la compañía tras los atriles de Frank Rosolino, Bud Shank, Ted Nash, Don Fagerquist, Pete Candoli y un largo etcétera de parecido nivel, todos los cuales encontraban en el cine y la televisión un medio de vida que por cierto tiempo parecía adaptarse, simplificándola en parte, a su estética. Kamuca aparecería también delante de las cámaras, como en un capítulo de la serie Adventures in Paradise, representando, con Shelly Manne y Conte Candoli, a tres músicos de jazz náufragos en una isla. El personaje de Kamuca se llamaba, no casualmente, Moody. También tenemos ocasión, en 1958, de verlo en King Go Forth, de Delmer Davis, tocando como miembro del quinteto de Red Norvo. El trompetista era Tony Curtis, y de su instrumento surgían las notas que soplaba Conte Candoli. Por esos años, sin embargo, cuesta encontrarlo en la mayoría de formaciones en que casi todos los músicos citados hasta ahora, y que constituían la flor y nata de la Costa Oeste, intervinieron en una u otra ocasión, como las de Russell Garcia, Pete Rugolo, Buddy Rich o Lennie Niehaus. Las excepciones que han sobrevivido al paso del tiempo o los caprichos de las discográficas fueron Manny Albam (Afterthoughts, con soberbias intervenciones de Kamuca en el tema del mismo nombre y Thurnder Burt e incluidas en la integral de Albam que publicó en 2004 LoneHillJazz) o Marty Paich, que requirió sus servicios para grabar cuatro temas que aparecieron en la antología Modern Jazz Gallery (e incluidos en Paich-ence, editado en 2006 en las JazzCity Series).          
           
Sin embargo, cuando en 1957 se une a los Lighthouse All Stars de Howard Rumsey, en reemplazo de Bob Cooper, sus compañeros de profesión se alegraron tanto o más que el público. Con dicha formación colaborará intermitentemente a lo largo de al menos tres años, y como testimonio de ello el aficionado puede recurrir a In The Solo Spotlight o a West Coast Days, a nombre de Joe Gordon y Scott LaFaro, dos asiduos del local de Hermosa Beach. Con LaFaro, más Rosolino, Carl Perkins y Stan Levey, formará un efímero quinteto que se presentará en el programa de televisión The Stars Of Jazz. Ese mismo año el mítico sello Mode lo contrata para acompañar en sendos discos a Frank Rosolino y Stan Levey, y grabar (todo en el mismo mes de junio) el primer disco como protagonista absoluto, con un cuarteto formado por los citados Carl Perkins y Levey más Leroy Vinnegar en contrabajo: Richie Kamuca Quartet. El disco no decepciona. Carl Perkins demuestra que era un "raro" en toda regla y el propio Kamuca tiene intervenciones de mérito, especialmente en baladas como "My One And Only Love": pocos como él han sabido sonar sofisticados sin caer en el amaneramiento. Sin embargo, no está a la altura de los discos grabados con Bill Perkins, ni siquiera de algunas intervenciones en el disco de Rosolino y, mucho menos, de los dos que al año siguiente grabaría con Bill Holman (como miembro de cuya orquesta había participado en 1958 en la grabación de In A Jazz Orbit) para el sello Hi-Fi: Jazz Erotica y West Coast Jazz In HiFi (reeditados por OJC con este último título). Se trata en ambos casos de discos magníficos que transmiten una alegría y libertad infrecuentes y en los que apenas hay trazas kentonianas. Kamuca, cuya tesitura se nos antoja más amplia, suena relajado y menos contenido, con imaginativos solos en Blue Jazz y Angel Eyes, y el grupo en general, con un notable Guaraldi al piano, raya a gran altura. La actividad de Kamuca se redobla por entonces: continúa su colaboración con Shorty Rogers, que había comenzado dos años antes, graba con Art Pepper y Herb Ellis y, sobre todo, es convocado por Shelly Manne para formar parte de sus inmortales Men, por los que pasarían Joe Gordon, Victor Feldman, Monty Budwing, Conte Candoli o Russ Freeman, entre otros. Fue éste un grupo que, como en su día escribió Carlos Sampayo, echó por tierra la idea de que existía un West Coast Style. En efecto, la propuesta de Shelly Manne tiende lazos con lo que en ese momento estaban haciendo en la Costa Este artistas como Lee Morgan, Horace Silver, Benny Golson (uno de los autores más revisitados por el grupo, junto con Bill Holman) o Hank Mobley. En los discos que nos dejaron, especialmente los grabados en directo en el Black Hawk de San Francisco y en el Manne Hole de Hollywood, Kamuca expone la grandeza de su arte como tal vez no lo había hecho hasta el momento: sobrio y potente, en perfecta sincronía con sus compañeros, en particular ese bopper trasplantado a la costa opuesta llamado Conte Candoli (con ninguno de cuyos grupos, por cierto, llegó a grabar), uniendo la herencia poética de Lester Young con los arcanos del bop.
           
La relación de Kamuca con Manne llega hasta 1961. Tras participar en algunos discos esenciales de Anita O'Day y grabar con la big band de Terry Gibbs (junto a viejos conocidos como Bill Perkins, Frank Rosolino, Mel Lewis o Conte Candoli), marcha a Nueva York. Allí integra el quinteto de Roy Eldridge y colaborará con ese innovador algo errático que fue Gary McFarland. Sus mejores intervenciones con éste las hallamos en el por momentos irritante Point Of Departure, el disco más recordado del algo áspero y fugaz vibrafonista, y no sólo porque Kamuca se atreve, con resultados más que satisfactorios, con el oboe, sino porque al tenor deja su impronta en algunos solos antológicos (v.g. en Love Theme From David And Lisa). Toca en el Half Note con Zoot Sims, Al Cohn y Jimmy Rushing, y en 1964 Mulligan, con quien había coincidido en la orquesta de Kenton, lo convoca para integrarse en su Concert Jazz Band, con la que se presenta en el Birdland y en el Tonight TV Show de Mervin Griffin. En 1967 interviene en el que muy probablemente sea uno de los mejores discos de Lee Konitz, The Lee Konitz Duets. Lo hace en dos temas, Tickletoe y Alphanumeric. El diálogo que ambos establecen el primero constituye una auténtica epifanía en la que, en poco menos de tres minutos, ambos artistas (Konitz tocando el tenor) dialogan, discuten, se contradicen y se complementan, todo ello de forma simultánea. Sencillamente sublime. Tras esto, sólo sabemos de Kamuca que graba en 1970 con la orquesta de Thad Jones y Mel Lewis. Quien esto escribe no ha conseguido averiguar qué otras cosas hizo en ese tiempo, al servicio de quién puso su arte, qué afortunados pudieron disfrutar de él en un período como mínimo complicado para cierta concepción del jazz. Como quiera que sea, en 1972 Kamuca decide regresar a Los Angeles, donde se ganará la vida en orquestas menores como las de Bill Berry o Frank Capp. Ignoramos si Manne volvió a invitarlo a su Hole, que en cualquier caso cerraría definitivamente un par de años después.
           
Este podría ser el final. Si la presente historia acabase aquí sería como la de tantos artistas cuyo genio fue su única herramienta de trabajo. Sin embargo, Kamuca tuvo una última oportunidad de demostrar que distaba de ser uno más, que probablemente llegó tarde y por ello se lo incluyó, con previsible ligereza, en el saco compasivo de los herederos de Lester Young, pero que la obsesión que supo crear en quien esto escribe y en otros muchos estaba por demás justificada. Quien recorra las enciclopedias del jazz encontrará pocos músicos a los que se aplique con tanta insistencia el término "infravalorado", y, sin embargo, en 1977, el mismo año de su muerte, el sello Concord lanzó nada menos que tres álbumes a su nombre, Richie (con viejos colegas como Mandell Lowe y Monty Budwig), Charlie (con Blue Mitchell, Jimmy Rowles, Ray Brown y Donald Bailey) y el mencionado Drop Me Off In Harlem, todos ellos merecedores, con creces, de una reedición que nunca llega. De los dos primeros, que quien esto firma no ha conseguido escuchar, las enciclopedias destacan el swing y el lirismo de Kamuca, especialmente en el segundo, donde nuestro hombre rinde otro homenaje a Parker cambiando el saxo tenor por el alto. Del tercero, esa gema rescatada hace más de veinte años con mano temblorosa, basta ver la foto de la contraportada, obra de Phil Lindsay, para hacerse una idea del espíritu que animaba a Kamuca. La firmeza con que éste sostiene el instrumento, su rostro concentrado y relajado a un tiempo preanuncian una obra exquisita y enérgica. Acompañado por Dave Frishberg, Ray Brown y Herb Ellis, Kamuca se enfrenta a siete standards y un tema de Frishberg (Dear Bix, en el que canta con voz conmovedora y sin ornamentos, como ya hiciera en The Autumn, de Charlie) con consumada sapiencia rítmica, emotividad y el mismo rigor expresivo de que hizo gala durante toda su carrera, optando siempre por el camino más directo pero no por ello menos arriesgado, sin la menor concesión al patetismo o la petulancia, con una sinceridad, maestría y sencillez que es patrimonio de los grandes. Como escribió sobre él Gordon Raddue, "quienes han prestado atención a su calidez, su sutil expresividad y su sonoridad libre de clichés, saben bien de que estamos hablando". Richie Kamuca murió de cáncer el 22 de julio de 1977, el día antes de que cumpliese cuarenta y siete años. Ojalá este recordatorio ayude a que se le haga por fin justicia. El jazz se lo merece.


Discografía selecta

Como líder:
1957: Richie Kamuca Quartet (Mode)
1977: Richie (Concord)
1977: Charlie (Concord)
1977: Drop Me Off in Harlem (Concord)

Con Stan Kenton
1952: New Concepts Of Artistry In Rhythm (Capitol)
1952: Stan Kenton In True '52 Stereo (Dynaflow)
1953: City Of Glass (Capitol)
1953: Sketches In Standards (Capitol)
1958: Kenton In Hi-Fi (Capitol)
1958: Back To Balboa (Capitol)
1958: The Ballad Style Of Stan Kenton (Capitol)
1958: Live At The Macumba Club (Magic)

Con Woody Herman
1955: Jackpot! (Capitol)
1956: Blues Groove (Capitol)
1960: At The Monterey Jazz Festival (Atlantic)

Con Cy Touff
1955: Cy Touff, His Octet And Quintet (Pacific Jazz)

Con Howard Rumsey
1957: In The Solo Spotlight (Pacific Jazz)

Con Bill Holman
1958: In A Jazz Orbit (Andex)
1959: Jazz Erotica (HiFi)
1959: West Coast Jazz In HiFi (HiFi)

Con Shorty Rogers
1957: Portrait Of Rogers (RCA)
1958: Chances Are, It Swings (RCA)
1960: The Swinging Nutcracker ((RCA)

Con Chet Baker
1956: The Route (Pacific Jazz)

Con Frank Rosolino
1957: Frank Rosolino Quintet (Mode)

Con Stan Levey
1957: Stan Levey Quintet (Mode)

Con Shelly Manne
1959: At The Blackhawk (Contemporary)
1961: At The Manne Hole (Contemporary)
1961: Checkmate (Contemprary)

Con Art Pepper
1959: Modern Jazz Classics (Contemporary)

Con Herb Ellis
1959: Herb Ellis Meets Jimmy Giuffre (Verve)

Con Bill Perkins
1955: The Brothers! (RCA)
1956: Just Friends (Pacific Jazz)
1956: Tenors Head On (Pacific Jazz)

Con Anita O'Day
1960: Swings Cole Porter (Verve)
1960: Incomparable! (Verve)
1961: Trav'lin' Light (Verve)

Con Terry Gibbs
1961: The Exciting Terry Gibbs Big Band (Verve)

Con Gary McFarland
1963: Point Of Departure (Impulse!)
1966: Profiles (Impulse!)

Con Lee Konitz
1967: The Lee Konitz Duets (Milestone)

Con Thad Jones-Mel Lewis Big Band
1970: Consummation (Blue Note)

Con Ray Brown
1975: Brown's Bag (Concord)

Con Zoot Sims
1977: Hawthorne Nights (Pablo)

lunes, 30 de enero de 2012

Un recuerdo para Paul Motian

Paul Motian
Como es de dominio público, Paul Motian murió el 22 de noviembre de 2011. Hubo y, seguramente, seguirá habiendo todo tipo de homenajes. El que se publica a continuación, traducido del francés por J.F., fue publicado en enero de este año por la revista Jazz Magazine. Se trata de una breve entrevista que Laurent Bataille mantuvo con el baterista Daniel Humair, donde ambos hablan de Motian.

Paul Motian

--En su opinión, ¿qué le aportó Paul Motian a la batería?
--Técnicamente, poco, porque no era alguien que tocaba basándose en la técnica, sino más bien en el color, una cierta polirritmia, cercana a la que habían desarrollado bateristas como Dave Tough, por ejemplo. Paul Motian no era una baterista conceptualmente muy moderno. Simplemente, era minimalista, tenía un lado "tiempo/contratiempo", una manera de marcar los acentos desacostumbrada, que lo distinguía. Diría que tenía algo de dixieland; en síntesis, tocaba de una manera bastante tradicional, pero como tenía un espíritu bastante ambiguo y mucha originalidad, se las arreglaba para hacerlo saber.

--¿Paul Motian forma parte de los bateristas que influyeron sobre usted?
--No realmente, pero yo escuchaba su trío, por su manera de acercarse y relacionarse con el bajista. Yo parto del principio que cada baterista tiene algo original a lo que hay que prestarle atención. No sé si hay que explotar eso sistemáticamente, pero hay que conocerlo, aunque, a nivel del instrumento, no me interese estudiarlo en detalle, ya que, lo que sobre todo cuenta, es la relación con la música, la manera en que uno se sitúa respecto de ésta. En Motian, era muy interesante, porque su manera de tocar funcionaba con cierto tipo de contrabajista e incluso sin contrabajista...

--¿Lo considera un gran baterista?
--Sobre todo un muy buen músico que tenía un concepto de verdad, incluso como compositor. Sus composiciones parecen bastante sencillas, pero son muy originales. Paul Motian era un creador de territorios en los que tocar. Ofrecía una especie de soporte "picante", y le daba picante a toda la sección rítmica. No imponía nada. Conservaba su lugar. A Jean-Francois Jenny-Clark le gustaba mucho tocar con él, por ejemplo.

--Justamente, ¿le dio él alguna impresión sobre cómo tocaba Motian?
--Jean-Francois se sentía verdaderamente cómodo con él. Paul Motian tenía un sonido muy bello, un sonido natural que no venía en absoluto del instrumento que tocaba, ya que, tocando en cualquier batería, obtenía ese sonido, un poco como pasa con Roy Haynes. Motian dominaba la batería, no era la batería la que lo hacía tocar sino él que hacía que la batería sonara. Eso es algo importante, tendemos a olvidarlo: es el hombre el que hace que la máquina ande.

--Henri Texier me dijo que tenía un muy buen tempo...
--¡Todos los bateristas tienen un buen tempo! Pero depende cómo se lo imponga... Paul Motian siempre tocó con buenos músicos, y los buenos músicos siempre tienen un buen tempo

--Era un fanático absoluto de Kenny Clarke y comenzó tratando de imitarlo antes de encontrar su propia voz. ¿Lo sorprende que haya tomado ese camino?
--De todos modos, fuera de Elvin Jones, no conozco a un solo baterista sin filiación. Todo eso depende sobre todo de los músicos con los que uno toca.

Daniel Humair (Foto: Yves Dorison)
--¿Qué les diría a los detractores de Motian?
--Que vayan a preguntarles a todos los músicos que tocaron con él por qué lo adoraban. Es necesario que comprendan que la batería es un instrumento de música. La batería no es una categoría de los Juegos Olímpicos.

--A menudo se ha dicho que Paul Motian era un "colorista", que su "gesto musical" hacía pensar en el de un pintor. Usted mismo, que es a la vez baterista y pintor, ¿piensa que esa comparación tiene sentido?
--Digamos que era muy elegante, y como su vocabulario era extremadamente legible y poco cargado, el gesto adquiría mayor importancia. Pero ha habido tantos bateristas que trabajaron como si tuvieran pinceles... Puedo citarle uno: Philly Joe Jones. Él decía principalmente: "Todo lo que parece difícil es fácil y todo lo que parece fácil es difícil". Eso resume bastante bien las cosas. Paul Motian era, antes que nada, un muy buen músico, que tocaba para sus colegas, sin ubicarse en primer plano. Tal vez tuviera poco recursos como baterista, menos incluso de los que imaginamos, pero como nunca se las dio de virtuoso, tendemos a creer que carecía de técnica. Pero el puntuaba, funcionaba por abajo, sabía crear los fondos. Si vamos a hablar de relaciones con la pintura, el solista tocaba las formas y Motian se ocupaba de darle profundidad a la imagen, o a la música, si prefiere. Su manera de tocar no era mezquina, escuchaba la música, no a su batería. Cuando uno se limita a escuchar la batería, ya perdió uno de los oídos. Su sonito también viene del hecho que tocaba mucho en clubes y que era un auténtico baterista de grupo. 

domingo, 29 de enero de 2012

Habla Rudy Van Gelder

Rudy Van Gelder

Jazz News es una muy buena revista de jazz que se publica en Francia. En su número de enero-febrero de 2012 hay varias notas dedicadas al sello Impulse!, motivadas por la edición de esa serie de dos discos en uno, que en los últimos meses llegaron a Minton’s. Una de las notas es una excelente entrevista que Jacques Denis realizó con Rudy Van Gelder, y que aquí se ofrece en traducción de J.F.

El sonido del impulso

--¿Cómo fue que llegó a trabajar para Impulse?
--Esa historia comenzó con Creed Taylor, el fundador del sello, quien fue su primer responsable artístico antes de dejarle el lugar a Bob Thiele. Ya había trabajado con este último años antes. Por lo tanto, no era complicado: nos sentábamos a discutir alrededor de una mesa, como lo habíamos hecho un montón de veces antes.

--Había una identidad artística a través de lo visual y…
--Era la idea de Creed, que quería diferenciarse de todos los sellos de entonces. Reclutó un equipo para lograrlo.

Creed Taylor
--Pero en términos de sonido, ¿había también un marca de fábrica?
--Sí, y no fui yo el único responsable de eso: fue el fruto de la reflexión de Creed. Era muy escrupuloso: en cada sesión, él se , ocupaba de los detalles, asistía a la grabación, supervisaba la edición. Y eso desde el primer disco que hicimos con los trombonistas Kai Winding y J.J. Johnson.

--¿Qué era lo que le pedía? ¿Y en qué se diferenciaba, por ejemplo, de los discos de Blue Note en los cuales usted mismo había participado?
--No puedo explicárselo en términos precisos, pero sí darle una impresión general: si él sentía que había que rehacer una toma, con otra forma de encararla, me pedía que lo hiciéramos. Asimismo, yo me hacía eco de sus percepciones frente a los músicos. Y ése era mi trabajo, porque yo estaba al servicio del sonido que deseaba Creed. Aun cuando a menudo me pidiera mi opinión. Nunca hice lo que quise, sino lo que deseaban los productores. Era él quien fijaba la dirección, así como el arte de tapa.

--¿Usted habría procedido de otra manera?
--A veces sí y a veces no. Pero Creed tenía su idea, como el aporte de las cuerdas, que no existía en los discos Blue Note. ¡Ahí sí que no había Don Sebelsky!

--O The Blues & The Abstract Truth, de Oliver Nelson…
--O Out Of The Cool, de Gil Evans, la primer gran formación con la que me las vi en un estudio. No es seguro que eso hubiese  sido posible en Blue Note en esa misma época. Creed tenía realmente una visión de conjunto de aquello que quería producir. Como logró hacer, menos de diez años más tarde, con el sello CTI, en el que también participé.

Bob Thiele
--En 1961, Creed Taylor se une a Verve y cede su lugar a Bob Thiele…
--Bob Thiele llegó con una  gran experiencia de productor pop, pero era igualmente un gran enamorado del jazz. Era totalmente distinto de Creed: en el estudio, se sentaba con mayor parsimonia, confiaba en las vibraciones que había en ese momento. Realmente, no “produjo” a Coltrane, sino que se limitó a permitir la grabación de lo que Coltrane proponía. Lo cual ya era mucho.

--Pero, ¿era posible controlar el pensamiento musical de Coltrane?
--Yo conocía a Coltrane desde hacía mucho, desde su primer disco con Prestige. Cinco años más tarde, había cambiado mucho, sabía adónde iba musicalmente hablando. Yo estaba ahí y podía hacer todo lo que fuera posible para ayudarlo a ir hacia ese sonido.

--¿Cómo es ser testigo de algo así, un músico que está descubriendo una nueva manera de tocar, que supera todo lo que uno ya escuchó previamente?
-Antes que nada, hay que decir que a Coltrane lo guiaba el espíritu. Y uno tenía la sensación de que, a cada nueva grabación, la voz se le aclaraba y adensaba al mismo tiempo. Yo lo veía a menudo, y él no necesitaba cincuenta tomas para decir lo que quería expresar. Veinte minutos y el disco ya estaba listo. Nada que ver con lo que viene pasando desde entonces: tres días de estudio y seis meses de mezcla. Así era como se empezaban a grabar los Beatles en Inglaterra. Ésa nunca fue mi manera de hacer las cosas. Pienso que la posibilidad de volver a grabar todo de nuevo arruina la calidad de las grablo que se graba. Para mí, en esa época, no había nada de sobregrabaciones ni de auriculares… ¡y mucho menos Protools!

--¿Eso cambió totalmente la música?
--¡Y cómo! Se pierde la sensación de integridad, la implicación que tiene la grabación en directo. Ahora uno puede remodelar todo a voluntad, sin cesar. En CTI, Creed lo hacía con frecuencia: cuando un baterista no le gustaba, ¡lo reemplazaba sin más! Eso cambia el concepto mismo de lo que es la música. Cuando Coltrane grabó A Love Supreme, no había todos esos artefactos, ni siquiera aislación: todos tocaban en la misma pieza. Y así es como hice la mayor parte de los discos que grabé en esa época. Después, tuve que resignarme a construir cabinas para aislar a cada músico. Incluso el disco de orquesta de Gil Evans fue grabado según mis cánones: en vivo y en directo, en el estudio de Englewood Cliffs, que fue construido el año previo a la creación de Impulse. ¡Y, por suerte, todavía hoy hay grupos que vienen a grabar a este lugar!

--Detrás de los gabinetes aislantes y de las sobregrabaciones, evidentemente está la idea de obtener el sonido perfecto…
--Sí, pero ésa no es mi definición del sonido perfecto. Tampoco la ubicación de los micrófonos lo es todo. Es algo que cambia todo el tiempo, en función de la música, de la formación, de la inspiración de los músicos. ¡No es una ciencia exacta! Esa idea de querer pegar a una toma previa un solo grabado ulteriormente nunca me pareció demasiado juiciosa  Lo que se gana termina dañando la unidad, la coherencia. El jazz no es como la música clásica, y los solos, las improvisaciones, cuentan tanto como lo que está escrito en la partitura. ¿Qué es lo más importante? ¿La belleza del sonido o la integridad de la música? ¿Qué hace uno, como me pasó, si tiene un contrabajista que dice: “Desafiné en el puente de la segunda versión del tema”, y usted sabe que el conjunto tiene un feeling excelente, un swing impecable? ¿Lo reemplaza?

--No, las notas equivocadas también forman parte de la verdadera vida…
--Es cierto, pero el pedido del músico también tiene que ser atendido. ¿Qué hace uno? Trata de realizar una toma nueva, pero no es seguro que ésta vaya a tener la belleza de la precedente, que sin embargo es más imperfecta. En el jazz nunca se toca dos veces de la misma manera. Es un dilema al que se respondió con máquinas: las multipistas permitieron hacer esos cambios, fijando cada nota de manera individual. El sentido de la interpretación colectiva desapareció: ese feeling del momento que nada puede reemplazar.

--La urgencia, como si fuera la última vez que se toca, lo que decía Elvin Jones a propósito del cuarteto de Coltrane…
--¿Cómo hacía uno para fijar ese tipo de músico que, por definición, no cesaba de cambiar? A Love Supreme fue ese día y ningún otro: eso es lo que el oyente guarda en el corazón. Fue algo que cambió la historia de la música y que no podía concebirse con agregados ni retoques. Exactamente como un concierto. Así era como le gustaba trabajar a Bob Thiele. Y ésa iba a ser la marca del sello a partir de 1961.

--Cuando acabó de grabar A Love Supreme, ¿tuvo la sensación de haber grabado el mejor disco de todos los tiempos?
--¿Cómo no darse cuenta?

--En Impulse hay una serie de grabaciones en vivo. ¿Las encaraba de manera distinta?
--Para mí, grabar en un club era, ante todo, una noche de infierno. Ruido, humo en los ojos. Había que levantarse temprano, salir con el material, instalarlo… Una porquería y diversión, cero. Y después, vuelta al estudio en auto a las  tres de la mañana. Y después, al día siguiente, volver a montar todo en el estudio, volver a escuchar todo. Según la leyenda, a los músicos les encanta tocar en clubes por la posibilidad de comunicación con el público. La verdad es que no estoy seguro de que sea así. Desde un punto de vista puramente técnico, me sentía limitado: no podía usar todos los micrófonos que necesitaba y tampoco podía ponerlos necesariamente donde debían ir.

--Pero la imagen de “Spiritual”, grabado en concierto, con Coltrane y Dolphy, es pura magia. Pudo haber sido grabado a las dos de la tarde en el estudio o a las dos de la mañana en el Village Gate…
--Posiblemente, pero las limitaciones técnicas eran terribles. Otros grabaron en mejores condiciones. Llegaban con todo un equipo, estacionaban un camión enorme frente al club, se lo tomaban con calma. Yo, en cambio, llegaba con mi equipo limitado y me instalaba de preferencia cerca del bar. Lo que le permitía a la música ocupar todo el espacio. Pero, ojo, no digo que no haya tenido buenos recuerdos. Tommy Flanagan en el Vanguard, ¡qué maravilla!

--¿Cuándo dejó Impulse?
--Cuando Bob Thiele se fue para crear Flying Dutchman, su propia compañía, a fines de 1968. Éramos muy amigos. Entre una de las últimas grabaciones que hice está Heavy Sounds, del cuarteto de Elvin Jones con Richard Davis.

--Impuse! se convirtió en uno de los emblemas del jazz, un sonido que atravesó las épocas y que supo seducir a los aficionados del rock y del funk…
--Un  sonido que no miente. Sin artificios, apenas música.

--¿Le parece que una historia como la de Impulse! podría tener lugar en 2011?
--Hoy se puede grabar en todas partes y con mucha más facilidad. En esa época, no se podía fallar, y eso les exigía a los músicos una concentración mayor, darse plenamente en cada sesión. La grabación era un momento de comunión, mientras que hoy cada cual va por su lado sin prestarle mucha atención al otro. A menudo me ocurre toparme con músicos que tocan demasiado fuerte en el estudio. Cuesta creer que no tengan verdadera conciencia de formar parte de un grupo. Los músicos antes parecían estar más cohesionados, algunas secciones rítmicas podían tocar en cuatro sesiones semanales distintas. Ahora, cuando los músicos graban, una vez que se terminó la cosa, cada cual se va por su lado. Saben que si algo salió mal pueden volver a grabarlo. Antes una sesión era un momento excepcional, sin red. Tengo la impresión que se trata de una cultura que ya desapareció: lo que los músicos hacían durante todo el día, lo que leía, quiénes eran sus amigos, los lugres donde se encontraban…

--¿Qué piensa del trabajo que se hizo sobre su catálogo, como por ejemplo la colección Rudy Van Gelder Remastered o las RVG Series?
--Lo que se hizo cuando empezaron a salir los CD no tiene nada que ver ni conmigo ni con la música. Simplemente, se habían  apoderado de mi trabajo. Después, otros –como Hitoshi Namekata, por entonces a cargo de Blue Note de Japón, y Michael Cuscuna, responsable de las reediciones de ese catálogo—me pidieron que me hiciera cargo yo. Entonces empecé a supervisar esa serie y a retrabajarla a partir de los masters. Algunos eran mono, otros stereo, algunos no exigían trabajo alguno, a otros tuve que remasterizarlos.

--¿Qué opina de la vuelta al vinilo? ¿Para los aficionados el sonido es mejor que el del CD?
--Dudo que el LP pueda volver. Después, la cuestión de las diferencias de sonido entre esos dos soportes se sitúa sobre quién y cómo tuvo que ver con el disco. Puedo señalarle un montón de vinilos con sonido extremadamente horrible. Y además todo ese ruido a fritura, ¿a quién puede gustarle? No soy parte de la secta de los enamorados del vinilo. Pero mucho menos me gustan los que escuchan música en el I-pad. 





viernes, 27 de enero de 2012

La situación del disco

El 21 de enero pasado, Diego Fischerman publicó el siguiente artículo en Página 12, a propósito de la actual situación del disco.
El pasado 21 de enero, Diego Fischerman publicó en Página 12 el siguiente artículo, referido a lo que está pasando con los discos en la actualidad. Por su pertinencia, lo reproducimos a continuación.

Cambios de hábitos en el mercado del disco
Un profesor pregunta, en una clase de composición de una carrera musical universitaria, quién ha comprado un CD el último año. Al rato, y en el medio del silencio generalizado, un alumno inquiere a su vez: “¿virgen?”. La escena es, por supuesto, verídica. Tanto como lo eran las multitudes que, en el pasado, se agolpaban en las disquerías los días en que se anunciaba la salida de una nueva grabación de un ídolo pop. Por un lado, nada ha cambiado demasiado. De hecho, mucha de la música que hoy todavía se escucha con rango de actual es la misma que suscitaba los fanatismos de dos, tres o cuatro décadas atrás. Sin embargo, todo es infinitamente distinto. Las multitudes de adolescentes se agolpan, sin ir más lejos, para algo impensado hace unos años: la salida de una nueva novela infanto- juvenil. Y la música, salvo en vivo, ha dejado de ser un hecho colectivo. Ni siquiera sucede en el recoleto ámbito del hogar. Los equipos de audio familiares fueron reemplazados, en el uso corriente, por las computadoras personales y los Mp4.
Cambios de hábito en el mercado del disco
Eso es lo que, sin demasiada imaginación, se llama “la crisis del CD”. Pero hay varios datos que habitualmente no se incluyen en la ecuación. El primero es que lo que ha cambiado para siempre no es el mercado del disco sino su breve estado de euforia –ediciones y ventas millonarias– de la era en que el soporte básico de la industria mutó del vinilo al CD. Es decir de un momento bastante especial en que, en un sentido, el público reconvirtió sus discotecas –en una época en que éstas tenían un fuerte valor simbólico, identitario y social– a la nueva tecnología y, en otro, el abaratamiento del proceso de grabación y copiado multiplicó por más de diez mil la cantidad de ediciones anuales. Si lo que se toma en cuenta es un período más largo y se considera el desarrollo de la industria discográfica a lo largo de unas cinco décadas, lo que se hace evidente no es tanto la disminución de las ventas como el abandono, por parte de las empresas, de lo que había sido su verdadero sostén ya desde la era del disco de 78 rpm: la unidad de dos temas. Lo que claramente la industria no vio y no fue capaz de identificar como un problema fue la desaparición del disco “simple” (o single). Y es que, en rigor, esa es la función que, sin duda, las bajadas de Internet le han arrebatado. Nadie quiere comprarse un CD de 80 minutos para llevarse dos éxitos consigo.
El segundo dato es absolutamente obvio y, no obstante, desde el lado de la industria nadie se ha percatado, todavía, de la ventaja comparativa que le otorga. Y es que las bajadas de Internet son totalmente subsidiarias de lo que ella haga. Si llegara el momento en que las empresas del disco desaparecieran, sencillamente no habría qué descargar desde la red. Podría pensarse en una especie de gran museo virtual con la música del pasado siempre disponible y la del presente circunscripta, como en la antigüedad, a la reproducción en vivo. Pero las culturas no funcionan de esa manera. Resulta bastante improbable que la música deje de registrarse y que los compositores e intérpretes se resignen a ese retroceso. Sería posible también, y algunas de las experiencias actuales en el mundo del rock-pop y del jazz parecerían mostrar ese camino, que los músicos prescindieran por completo de los sellos y las ediciones comerciales, subiendo a la red, directamente, aquello que quisieran compartir. Pero las limitaciones son obvias. Este camino es factible sólo para millonarios o para producciones de muy bajo costo. Sería imposible reunir ya no una orquesta sino incluso un grupo de cámara o un coro mínimamente competentes, para hacerlos grabar sin ninguna retribución económica a la vista, por no hablar del costo de las horas de estudio. Cualquier música que no pudiera resolverse a solas –o casi– y en un estudio casero acabaría, sencillamente, desapareciendo.
Más bien, a partir de algunas novedades sucedidas en el ámbito de la publicación de discos de jazz y música académica contemporánea puede avizorarse un panorama distinto: empresas muy pequeñas, a veces de una o dos personas; discos con cargas simbólicas fuertes; ediciones ligadas a instituciones específicas y, no menos importante, objetos capaces de no ser reemplazados por sus sombras virtuales. Y es que por ahí es por donde aparece un nuevo dato, tal vez el más significativo de todos. Las cifras de venta de las ediciones rematerizadas de Beatles, Queen o Pink Floyd, y el fluido mercado alrededor de esos sellos chicos que se pone de manifiesto en Internet y en las disquerías especializadas –incluso en una ciudad con un mercado pequeñísimo, como Buenos Aires– muestran que sigue habiendo un público ávido de aquello que, hasta ahora, sólo el disco puede dar. Es claro, son pocas las músicas del presente capaces de igualar la capacidad simbólica de aquellos nombres del pasado. Poseer la obra de Lennon o de Beethoven tiene, todavía, un valor social al que, en todo caso,
Green Day difícilmente podría acceder. El mercado está, en ese sentido, sufriendo la consecuencia de sus propios errores. La facilidad y el aparente barril sin fondo de la producción musical lo llevó, en clásicos términos monetarios, a una depreciación del producto por saturación. El disco como excepción, como prueba del talento –un LP llegaba como colofón de una serie de éxitos en single, nunca antes–, como pieza rodeada de algún grado de dificultad y mérito, tenía, para la comunidad, un valor que las propias empresas han destruido por mera abundancia. Y eso sin considerar lo poco (y lo mucho malo) que se ha hecho en el terreno del diseño para igualar la cualidad de objeto casi artístico al que había llegado el vinilo en las décadas de 1960 y 1970.
Por una parte, se observa una suerte de reconversión del mercado audiófilo a soportes afines al CD –y por ahora compatibles con él– como el CD de Super Audio (con mucho mejor rendimiento a bajo volumen) o los vinilos, y, dentro de ellos, los de alto gramaje. Por otro, junto a la pérdida de rumbo de las majors, aparecen muchos sellos, a veces dedicados a sólo un género –y a veces a un subgénero, como en el caso de Clean Feed, Act + Vision y Ayler Records, algunos de los mejores sellos de jazz de la actualidad, enfocados en las vertientes más vanguardistas–, con una economía más que sustentable y una relación bastante virtuosa entre sus costos y sus ganancias. Lo mismo sucede con las casas dedicadas a la reedición de material clásico perteneciente al dominio público o, simplemente, abandonado a su suerte por la desidia o el desconocimiento de los responsables del catálogo histórico en las compañías grandes.
El español Fresh Sound y el local Lantower lideran con comodidad esa tendencia donde el secreto del éxito pasa por la alianza entre curadores y restauradores. Ediciones como las recientes Live in Minton’s Playhouse in New York, de Eddie Lockjaw Davis y Johnny Griffin, una caja de 4 CDs a bajo precio publicada por Fresh Sound o, del mismo sello, The Complete Legendary Sessions, de Chet Baker y Bill Evans, o, por el lado de Lantower, la edición de los conciertos de Harry Belafonte en el Carnegie Hall, en 1959 y 1960, de Amália Rodrigues en el Café Luso en 1955 y en el Olympia y en Bobino en 1960, de los registros completos de Baker y Gerry Mulligan en la década de 1950, del extraordinario grupo Los astros del tango, que dirigía Argentino Galván, y que integraban, entre otros, Enrique Mario Francini, Elvino Vardaro, Jaime Gosis y Julio Ahumada, o de los registros instrumentales de Troilo de 1950 a 1956, y las próximas publicaciones de las grabaciones completas de Pugliese entre 1953 y 1959, y de las presentaciones del quinteto de Miles Davis en el Olympia de París, son una buena muestra de los discos que siguen haciéndose (y que se siguen vendiendo). En el terreno de las reediciones de material histórico del jazz, resultan significativos, también, los sellos Avid (que publica álbumes dobles de bajo costo, con tres o cuatro Lps clásicos y en su mayoría desaparecidos de los catálogos, de artistas como el Modern Jazz Quartet, Zoot Sims, Johnny Hodges, Art Pepper o André Previn) y Real Gone Jazz, que presenta la serie Eight Classic Albums en cajitas de 4 CDs, también con precios muy bajos.
En la música clásica los otrora pesos pesado compiten de igual a igual con las ediciones de las propias orquestas o teatros –la Sinfónica de San Francisco, la de Londres y el teatro Mariinsky tienen ahora sus propios sello–, y las de artistas que antes fueron sus estrellas y actualmente tienen marcas propias, como John Eliot Gardiner, que acaba de completar su integral de las cantatas religiosas de Bach y de las sinfonías de Brahms en Soli Deo Gloria, y Paul McCreesh que estrenó recientemente el sello Winged Lion con su descomunal versión del Requiem de Berlioz. El panorama se completa con compañías como Kairos o Neos, especializadas en música contemporánea, y unas pocas excepciones. Tanto los franceses Harmonia Mundi y Naïve, como el alemán ECM (que publica tanto jazz como algunas músicas clásicas elegidas), los ingleses Hypèrion y Chandos, el sueco Bis –que publicó, por ejemplo, una notable edición de los choros y bachianas de Villa-Lobos por la Orquesta Sinfónica de San Pablo– y el estadounidense Nonesuch (una subsidiaria de Warner), con dimensiones menos mastodónticas que las de Deutsche Gramophon o EMI pero con distribución y peso mundial, aportan gran parte de lo más interesante. Otra marca que, desde un concepto distinto al que marcaba la tradición de los sellos de música clásica, fue ocupando poco a poco un lugar protagónico en el mercado es Naxos. Con un catálogo vastísimo y precios que rondan la tercera parte de los de las compañías grandes, abarcan además, un repertorio difícilmente accesible, que puede incluir desde el Popol Vuh de Ginastera hasta el arreglo de David Lang –uno de los autores más interesantes del panorana estadounidense actual– sobre “Heroine” de Lou Reed.
La situación local es, obviamente, mucho más compleja. La mayoría de estos sellos no tienen distribución en la Argentina y las grandes marcas, ya bastante ausentes en sus propios territorios, no sólo reducen sus ediciones sudamericanas a la mínima expresión sino que ni siquiera importan orgánicamente sus catálogos y, para peor, en casos como el de Sony, han desmantelado sus oficinas porteñas echando a los pocos que sabían del tema, decidiendo perder de antemano una batalla que, en rigor, recién empieza a plantearse. La cadena Yenny-El Ateneo importa las novedades de Emi y Universal (que abarca Deutsche Grammophon, Decca y Philips), y Zival’s distribuye localmente ECM, Harmonia Mundi y Naxos. En ambos casos, la pequeñez del mercado no permite hacer grandes stocks de reserva, las unidades que llegan al país son pocas y desaparecen rápidamente de los negocios, y los tiempos de reposición pueden llegar a ser exasperadamente lentos. Y hay, claro, algunos bastiones, como la disquería Minton’s, que permite acceder a lo más actual del mundo del jazz y, además, pone de relieve, nuevamente, la vieja imagen del disquero: alguien capaz de asesorar y hasta enseñar a sus compradores. El otro recurso es, desde ya, recurrir a las disquerías virtuales de Internet o, en los casos en que es posible, a la venta realizada a través de esa misma vía por los propios sellos. La impresión general es que el disco no está muerto. Puede ser que el mercado tienda a separarse más entre melómanos audiófilos y consumidores de éxitos, que el soporte cambie un poco, incluyendo al Super Audio como un plato fuerte del menú, que las pequeñas disquerías, capaces de atender públicos exigentes e interesados, reemplacen definitivamente a los grandes supermercados del disco y que los sellos gourmet se queden con lo mejor (o con lo único) de una torta cambiante y esquiva. Lo que nadie duda es que, como ya sucedió en el final de Cretácico, también esta vez los más grandes pagarán el precio de su tamaño

jueves, 26 de enero de 2012

Lo último de Charlie Haden y Hank Jones

Francis Marmande es uno de los más importantes críticos de jazz de Francia. El 24 de enero publicó en Le Monde su reseña a Come Sunday, el CD recientemente editado de Charlie Haden y Hank Jones, donde ambos músicos repiten la experiencia de Steal Away (1995), una selección de himnos, spirituals y temas folklóricos. La traducción es de J.F.

Charlie Haden y Hank Jones, emocionantes

El tercer tema, y vamos a comenzar por ahí, es una versión . de una canción que todo el mundo conoce, "Down By the Riverside". Charlie Haden lo presenta en el contrabajo sin fiorituras, percutiendo las cuerdas a la antigua. Hank Jones se lanza entonces y es una emocionante irrupción de poesía y jazz. Lluvia de verano.

Frente al repertorio de gospels, himnos y canciones folklóricas, uno podría fingirse sorprendido. Ante esta profundidad telúrica, lenta, pausada de parte de Charlie Haden, quien ha tenido un papel importantísimo en la música free y revolucionaria, uno podría fruncir el ceño. Preguntarse, incluso, lo que Hank Jones (1918.2011), milagro de sensibilidad (de tacto, de swing, de genio armónico y de suavidad) ha querido hacer con esta especie de pila bautismal que es este disco. Plantearse tales cuestiones sería dejar afuera la música, la música pura, puramente música.

Dos leyendas
Charlie Haden es uno de esos músicos a quien cada uno de sus pares reconoce por la apertura, la generosidad de pensamiento, la amistad y la simpatía. El talento que desde hace cincuenta años ha demostrado como instrumentista en todos los continentes es, al fin y al cabo, lo menos importante. Esta grabación a dúo data de 2008. Las dos leyendas del jazz, separadas por apenas una generación, ya habían editado en 1995 a dúo Steal Away, un disco notable. En lo que respecta a Charlie, como lo llaman los músicos, de Christian Escoudé a Keith Jarrett, pasando por Hampton Hawes,  con sendos discos a dúo bajo su nombre (Ornette Coleman, Archie Shepp, ocho álbumes en total), ha multiplicado el número de diálogos. Le encanta hacerlo. La doble ejecución, la doble complicidad implican riesgo. Son peoresMucho más que el trío de piano, bajo y batería porque se carece de red, se está obligado a escuchar al otro, en todo momento.

"Come Sunday" es el último tema. Uno conoce ciento siete versiones de esa canción, empezando por la de Mahalia Jackson, claro. Hasta podría silbar de memoria la que hicieron Eric Dolphy, en clariente bajo, y Richard Davis, en contrabajo. La versión de Charlie Haden y Hank Jones arranca lágrimas de los ojos.

miércoles, 25 de enero de 2012

¡Los tres mejores para Guille!

Como ya fue dicho en este blog, Guillermo Hernández es hombre de listas largas. Quizás por eso, a su lista de los mejores discos editados en 2011, agrega ahora los que, en su opinión, son los tres mejores del año que pasó. En el caso de la caja de Joachim Kühn, se suma el comentario realizado por Yahvé M. de la Cavada, en la revista Cuadernos de Jazz.

Joachim Kühn : SoundTime: Solo Piano Recordings 2006-2010 (jazzwerkstatt)

Por Yahvé M. de la Cavada

Llega un momento en la carrera de todo gran músico en el que es hora de recapitular, de juntar todo lo que se tiene en la cabeza y en el alma para producir una obra especial. Puede ser retrospectiva, innovadora, multidisciplinar, basada en algunos precedentes (y predecesores) o rompiendo con ellos; e incluso, mejor aún, todo ello junto. Pero lo básico es que sea trascendente e importante, con mayúsculas. En SoundTime, Joachim Kühn crea un episodio definitivo dentro de su obra, una colección que está llamada a convertirse en un clásico moderno.

Dentro del laberinto

Joachim Kuhn es un gran ejemplo de artista puro y de creador inquebrantable. Lo ha probado todo, pasando por todos los episodios y tendencias que ha vivido el jazz desde que esta música le sedujo a primeros de los 60. Bob Thiele les ofreció a su hermano Rolf (otro músico enorme) y a él grabar un álbum para el sello Impulse! (1) junto a Jimmy Garrison en el Nueva York de 1967, con Coltrane aún vivo y rondando por ahí. Desde entonces, la suya ha sido una trayectoria que ejemplifica el compromiso con la improvisación en general y con el jazz en particular.

Esa pureza y ese compromiso de los que hablo son una de las más importantes señas de identidad de SoundTime, una obra que ya podemos calificar como clave. Tal vez no para el jazz -una doctrina con tantas ramificaciones que es difícil hacerlas convergir- pero, para el piano moderno y para la improvisación, ésta debería ser una obra capital. Por supuesto, las condiciones geográficas y discográficas (lo edita el sello alemán jazzwerkstatt) no son óptimas, y el propio formato de SoundTime -casi cinco horas y media a piano solo- hace que sea difícil de digerir, no digamos de analizar. Por otro lado, cualquier análisis de un proyecto como este es algo vano en su concepción y muy temerario sobre el terreno. ¿Cómo analizar el proceso creativo de Joachim Kühn, siendo este algo tan complejo y, al mismo tiempo, tan salvaje? Porque SoundTime es precisamente eso, un gigantesco mosaico de millones de piezas construido sobre la improvisación más libre, destilada, personal y desligada de preceptos.

Hablando de lo básico, conviene explicar que SoundTime se compone de seis cedés grabados en ocho diferentes sesiones. La primera el 22 de febrero de 2006 y la última cuatro años después, el 8 de febrero de 2010. La mayor parte de estas tuvieron lugar en el estudio de Robert Arato, en Ibiza (lugar de residencia de Kühn), un lugar en el que el pianista parece sentirse muy cómodo. Allí está el piano Bösendorfer Imperial del que Kühn afirma que es el mejor que ha tocado en su vida, algo que se puede percibir en los cuatro CDs de SoundTime que han sido grabados en el estudio de Arato. Esa es una de las claves, no sólo de esta obra, sino del propio estilo de Kühn: el sonido. Algo tan aparentemente paralelo a la música para tantos otros interpretes, que para Kühn es terriblemente importante, una de las características inherentes a su pianismo. La pulsación perfecta, la interpretación medida hasta la extenuación en cada nota, en cada tecla presionada con técnica y maestría asombrosa. No hablo de frialdad interpretativa ni de gimnasia musical, sino de la asimilación del instrumento como un órgano corporal más, unido inexorablemente a los diez dedos que navegan sobre él. Pocos pianistas contemporáneos sacan un sonido tan grande, tan redondo y tan intencionado del instrumento.

Las dos sesiones no grabadas en Ibiza pertenecen a los dos primeros volúmenes de SoundTime, Fallenlassen y Freiheiten. El primero de ellos fue grabado en Bonn a principios de este año y, el segundo, en 2006 en el estudio CMP (Alemania) en el que Kühn grabó varios de sus discos durante los años 80 y 90, incluyendo clásicos como From Time to Time Free y algunos discos a piano solo como Transformations, Dynamics o Abstracts.

La forma de agrupar las composiciones y de ordenarlas (o desordenarlas) no sigue una progresión cronológica o temática, al menos a primera vista. Sí se mantienen unidas las diferentes sesiones y los seis discos tienen su correspondiente título, que es además el nombre de la obra pictórica que sirve de portada a cada uno de ellos (cuya autoría es, a su vez, del propio Kühn). Tal vez la organización interna de SoundTime se rija por una elección personal directamente relacionada con el ánimo y la experiencia del pianista, y no tanto por unos supuestos principios acústicos o estéticos. El hilo conductor es que, a lo largo de todo SoundTime, se escucha música que sale de la misma fuente, aunque siempre sea diferente.

Composición e improvisación alcanzan, no un equilibrio, sino una coexistencia extraordinaria en manos de Kühn. No se trata de que haya partes improvisadas y partes escritas, sino de que en todo momento, en cada segundo, la improvisación convive con la composición, como si para Kühn la una no tuviese sentido sin la otra e incluso, tal vez, ambas fueran la misma cosa. La forma de tocar del pianista no entiende de ortodoxias, de acompañamiento y línea principal o de los papeles normalmente atribuidos a una mano u otra. En Kühn todo son líneas que se cruzan, armonías que brotan incontenibles y cascadas de notas que rebotan contra otras en singular armonía; dialogando, respondiéndose en una elocuente, lúcida y apasionada conversación. Como ocurre con los grandes, parece imposible de reproducir. Es algo tan vivo y auténtico que, como las criaturas mitológicas, no puede ser fotografiado o retenido. La música de Kühn, en cambio, existe.

Por eso la unidad de SoundTime es tan absoluta. Tocar solo es, con toda probabilidad, el contexto más puro y arriesgado para un pianista. Sentado frente a esa bestia negra de ochenta y ocho dientes no puede dudar ni esconderse. Sólo están él y su instrumento. Así que uno debe crear su propio universo, entregarse al máximo para refractar la propia personalidad a través del piano y con ello intentar construir algo trascendente. Eso es lo que se puede encontrar en SoundTime: un laberinto infinito, reflejo de los lugares más recónditos del alma de Joachim Kühn. Un laberinto con mil entradas y ninguna salida porque, una vez dentro, uno puede salir cuando quiera, si quiere. Esto último es lo complicado.

En uno de los tres textos que aparecen en el cuadernillo incluido en la caja, Chema García Martínez (los otros dos textos, firmados por Marc Sarrazy y Bert Noglik, son muy recomendables) cita acertadamente al gran Ornette Coleman cuando este afirmó, refiriéndose a Kühn, que era “el único pianista de jazz sobre la tierra”. Tal vez sea mucho decir, pero no seré yo quien discuta al señor Coleman. Lo que sí puedo afirmar sin miedo a equivocarme es que Joachim Kühn es uno de los grandes de nuestro tiempo y que SoundTime es mucho más que una colección de grabaciones en solitario. No me atreveré a hablar de esta obra como del A Love Supreme o el Kind of Blue de Kühn, pero sí a dejar caer o sugerir semejantes referentes por si, en un futuro, el tiempo me diera la razón. Kühn no es Coltrane ni Davis pero, ahora mismo, no se me ocurren muchos músicos de jazz que tengan asimilada la creación pura en el ámbito musical como él. El camino que ha recorrido todos estos años, su absoluta apertura de miras y su enorme dedicación y compromiso hacen de él la síntesis del improvisador, la representación perfecta del creador musical total. Y SoundTime es, simplemente, la materialización de todo eso.

Nota
(1)
El disco en cuestión, Impressions of New York, se reeditó en CD por primera vez en Europa a finales del año pasado, aunque en EE.UU. permanece sin reeditar.

Matana Roberts : COIN COIN Chapter One: Gens de couleur libres

Craig Taborn: Avenging Angel. Piano Solo (ECM)