miércoles, 27 de junio de 2012

George Garzone en Boris: un gran concierto en un mal lugar



Hoy, 27 de junio, el saxofonista tenor George Garzone, acaso uno de los más coltranianos de la actualidad, se presentó en Boris. Lo hizo con el cuarteto del también saxofonista tenor Ricardo Cavalli, que integran   Guillermo Romero en piano, Carlos Álvarez en contrabajo y Eloy Michelini en batería.

Podía preverse que iba a ser un buen espectáculo, pero gracias a la empatía que hubo entre los músicos, fue una verdadera demostración de buen jazz.

Desafortunadamente tuvo lugar en Boris, un establecimiento que, pretendiendo remedar en su arquitectura al Jazz Cafe, de Londres, sólo se queda en las apariencias. De hecho, difícilmente podría confundirse con un club de jazz. Durante el concierto hubo una ruidosa fiesta de cumpleaños que transcurrió en el piso superior cuando los músicos tocaban sin que ningún responsable de la sala dijera absolutamente nada. Hubo también mozos que hablaban y que hacían ruido durante el show (especialmente uno grandote, rubio y torpe, que atendía en la planta alta). Finalmente, hubo una máquina de café que permanentemente hizo ruido y que competía con el contrabajo. Si a eso se suma una carta con precios superiores a los de la mayoría de los restaurantes de la zona, cartón lleno. Para no hablar de lo que costaban las bebidas...

En síntesis, antes de tentarse con algún nuevo concierto en Boris, mejor pensarlo dos veces.

lunes, 25 de junio de 2012

Jane Monheit y el sentido de cantar canciones viejas

Francisco Cruz es chileno, pero reside en Paris desde 1990. Con estudios de filosofia, musica y periodismo, obtiene un doctorado en Filosofia del Arte y la Cultura, en la universidad Sorbona Paris I. Su carrera en medios franceses comienza en la radio France Inter y en la revista Paroles et Musique. Enseguida, presenta una emision cotidiana de musica instrumental en Radio Latina y participa en la produccion de reportajes culturales en France 3 (tv). Durante 15 años realiza series tematicas, reportajes y cronicas para diversos programas de radio en France Musique et France Culture, en torno del jazz y de nuevas musicas del mundo. Paralelamente, integra las revistas Jazzman, Worldmag y Le Monde de la Musique, y las publicaciones suizas Vibrations y SoJazz. Desde el 2000 participa como redactor y videasta en los sitios divento.com, rfimusique.com, iderama.com, vibrationsmusic.com y jazzman.fr. En 2011 participa a la creacion de la revista JazzNews, donde ejerce actualmente. En 20 años –entre Sting en 1992 y Chick Corea en 2012–, ha publicado mas de 300 entrevistas, 3000 criticas, 1500 articulos ; realizado 800 programas de radio, una centena de vidéos, y reportajes en Cuba, España, Grecia, Argentina, Portugal, Estados Unidos, Italia, Panama, Alemania, Chile, Hungria, Puerto Rico, Uzbekistan, Inglaterra, Noruega, Holanda y Brasil. A partir de hoy comenzará a colaborar con el blog de Minton's. Y comienza con una breve entrevista con Jane Monheit.

Jane Monheit: La emoción standard

Es una de las cantantes plebiscitadas de los aficionados al jazz clásico, celebrada por la limpidez de su voz y el dominio de un registro amplio. Ambiciosa y prolífica, Jane a editado diez álbumes en diez años (dos de los cuales son compilaciones), vendido millones de discos y se ha convertido en productora de sus grabaciones.

Con una imagen de jazzsinger glamorosa, Jane edita un nuevo disco de standards titulado Home (Emarcy / Universal); como si ese repertorio fuese el espacio musical más acogedor. "Crecí cantando los grandes standards del jazz; hice igualmente otros discos de música un tanto diferente, pero para mí era importante volver al jazz clásico, porque es realmente el dominio en el que soy yo misma, en el que me siento como en casa."

Jane empézó por ganar el Fris Runner-Up Prize durante el concurso Thelonious Monk, ante un jurado formado por Dee Dee Bridgewater, Diana Krall y Diana Reeves, punto de partida de una carrera siempre ascendente. "Estaba terriblemente entusiasmada, porque sabía que eso me permitiría comenzar una carrera en la industria del disco. En ese momento, comprendí que no debía preocuparme por el futuro; acababa de terminar la universidad y estaba muy contenta."

Nativa de Long Island, a los 17 años empezó en la Manhattan School of Music de Nueva York. La vida de estudiante funcionaba muy bien con el jazz; Jane estaba feliz. "¡Oh, sí! Fue un período muy intenso. Estaba libre en Nueva York. Me divertí enormemente, por cierto más de lo que habría debido. Estaba loca y pasaba realmente momentos excelents: disfrutaba de la música, salía todas las noches, andaba por ahí toda la noche. Estaba rodeada por gente increíble y empecé a formar parte de la escena del jazz de Nueva York; fue un período soberbio, realmente."

Desde entonces, casada y madre joven, Jane ya no sale, no toca más el clarinete, no escribe más canciones, pero está en el momento culminante de una carrera que se presenta bien. Canta agotando las entradas y la crítica a menudo es elogiosa. Siempre está rodeada de buenos músicos y luego de algunas tímidas aperturas al pop y a la bossa nova, –"aunque no hable portugués, entiendo lo que canto"–, vuelve a un repertorio que no puede ser más standard . ¿Dónde reside el placer de cantar esa música vieja? "Siempre supe que cantaría jazz y todas esas canciones. No hay ni siquiera una razón, simplemente forma parte de mí. No podría explicar el porqué." Sin embargo, uno puede creer que Jane está emocionalmente conectada a esas canciones. "De hecho, a veces lloro en el estudio y mucho en escena. Es importante darle un sentido a las canciones, si no, no veo cuál es el sentido de cantarlas.

martes, 12 de junio de 2012

Dick Haymes, el Sinatra que no fue.

Diego Fischerman se ocupa acá de Dick Haymes, elusiva figura de la canción internacional, que pudo haber sido una gran estrella de no haber estado enamorado de Rita Hayworth.

Un cantante casi olvidado

Podría hablarse de un misterio. O de una historia trágica. Sería posible comenzar por el final, por ese extraño personaje del que Bernie Taupin, que se había casado con una de sus hijas, le hablaba a Elton John. Por ese cantante ex alcohólico (o eso es lo que decía, y la duda, por supuesto, se refería a su condición de ex y no a la otra) que, con afinación, fraseo y dicción impecable, actuaba en hoteles europeos de discreto anonimato. Por aquel cuya vida había empezado a fracasar cuando, tantos años antes, se había casado con Rita Hayworth, despertando las iras y la venganza de Harry Cohn, cabeza de la Columbia y, según se dice, enamorado perdidamente de la actriz. O, antes, por el que había comenzado a cosechar desprestigio y enemistades cuando, valiéndose de su extranjería, no había querido ir a la guerra. Pero no sería justo. Porque Dick Haymes, ese olvidado que había nacido en Buenos Aires en 1918 y que, todavía en 1976 y 1978, grababa dos discos excelentes (aunque desapercibidos casi por todos), había sido un elegido: ni más ni menos que uno de los grandes cantantes de una época y un lugar en que había muchos extraordinarios y, según Louella Parsons –la famosa columnista de espectáculos–, el único capaz de compartir el sitial con Bing Crosby y Frank Sinatra.

Haymes tenía todo para desplazar a Sinatra, empezando por una mayor apostura física y por una voz de barítono de una belleza sobrenatural. Y, de hecho, en algún momento llegó a ser más popular que él. En sus comienzos cantó con las mismas orquestas que Sinatra abandonaba –las de Harry James y Tommy Dorsey, y, para muchos, el reemplazante era mejor que el reemplazado. Por ejemplo, su versión de “A Sinner Kissed an Angel”, registrada en 1941 con James, es una verdadera obra maestra. Y en 1943, con “You’ll Never Know”, grabado junto al grupo vocal The Song Spinners, traspasó la barrera del millón de copias vendidas. Y la cantidad de películas que protagonizó en esos años es un indicio de su renombre: Irish Eyes Are Smiling, de 1944 y con June Haver, Billy Roses Diamond Horseshoe, con Betty Grable, y State Fair, con Jean Crain y Dana Andrews (ambas de 1945), Do You Love Me, con Maureen O’Hara (1946), The Shocking Miss Pilgrim, nuevamente con Grable y Carnival in Costa Rica, con Vera Ellen (ambas de 1947) y Up in Central Park, junto a Deanna Durbin, y One Touch of Venus, con Ava Gardner (las dos en 1948). Incidentalmente, en una de esas películas, State Fair, aparecía una canción que se convertiría más adelante en un clásico del jazz y que Haymes grabaría por primera vez. “It Might as Well Be Spring”, con música de Richard Rodgers y letra de Oscar Hammerstein II, ganó el Oscar de ese año a mejor canción original. En la película la cantaba el personaje actuado por Jeanne Crain, que, en realidad, estaba doblada por Louanne Hogan. Haymes actuaba allí pero no cantaba. Sin embargo, ese mismo año registró la canción para Decca, junto a la orquesta de Victor Young, uno de los directores del sello. Y volvería a hacerlo en 1955, con arreglos de Johnny Mandel, en la que sería una de las dos mejores versiones jamás grabadas de esa canción (la otra sería la de Sinatra en Sinatra with Strings, de 1962 y con arreglos de Don Costa).

Casi podría hablarse de vidas paralelas. Haymes y Sinatra actuaron con las mismas orquestas y, ya como solistas, tuvieron los mismos arregladores (Haymes grabó a partir de 1946 con Gordon Jenkins, que una década más tarde orquestaría algunas de las mejores obras de Sinatra, Mandel trabajó también con ambos). Los dos tuvieron grandes contratos cinematográficos en la década de 1940, el primero con 20th Century Fox y el segundo con la Metro y ambos se casaron con las actrices más bellas: Haymes con Joanne Dru, en 1941, y con Rita Hayworth, en 1953, y Sinatra con Ava Gardner. Y, sobre todo, ambos tuvieron problemas con el alcoholismo y ambos vieron, en un momento, cómo se derrumbaban sus carreras. Francis Scott Fitzgerald dijo alguna vez que no había segundos actos en las vidas norteamericanas. No fue cierto para Sinatra pero sí para Haymes, que a partir de 1955, en que incluso intentaron deportarlo a la Argentina, prácticamente desapareció de  la escena. Sus padres habían sido un ganadero escocés y una profesora de canto irlandesa que habían llegado a la Argentina a comienzos del siglo XX y se separaron poco después de su nacimiento, luego de una sequía que los llevó prácticamente a la ruina. Su madre puso un negocio de ropa en Río de Janeiro y al poco tiempo se mudó a París, para instalarse finalmente en los Estados Unidos en 1936.  “Les debo a mi madre el haber aprendido a cantar, a Harry James la idea de que cada canción debe ser cantada con todo el corazón y a Tommy Dorsey el saber respirar mientras canto”, eran los reconocimientos de Haymes, que comenzó como locutor, cantó también con orquestas como las de Benny Goodman y Artie Shaw y tuvo uno de los programas de radio más exitosos de su época, The Dick Haymes Show, donde actuaba con la cantante Hellen Forrest. Pero todo acabó muy poco después. En el 55 se separó de Hayworth y sus borracheras lo habían radiado casi por completo del cine, las actuaciones en vivo y las grabaciones. Hacía tres años que no registraba un solo disco y en diciembre recibió, por parte de Capitol, una especie de última oportunidad. Fueron dos sesiones de grabación, en ese mes y en abril de 1956. La vida de Haymes no mejoró pero editó dos discos notables, ambos con arreglos de Mandel e Ian Bernard, Rain or Shine y Moondreams.
Lo que siguó fue un larguísimo ocaso, con ocasionales apariciones en televisión, una larga estadía en Europa en los sesenta y un regreso a los Estados Unidos en la década siguiente, en que grabaría sus dos últimos discos, For You, For Me, Forever More y As Time Goes By, ambos con el trío de Loonis McGlohon.  El 28 de marzo de 1980, poco antes de cumplir 62 años, murió de cáncer. No lo recordaba nadie.

Nota: Más allá de numerosas entradas en Youtube y de numerosas antologías, se recomienda una edición en 4 Cds, que Amazon ofrece a partir de 24 dólares a través de sus expendedores, llamada Golden Years of Dick Haymes, con mucho de lo grabado en Decca entre 1941 y 1952, incluyendo sus dúos con Judy Garland, con Hellen Forrest y sus registros junto a las Andrew Sisters. Con el título For You, For Me, Forevermore se consigue una edición en la que se incluyen sus dos últimas grabaciones, el álbum que se publicó originalmente con ese título y el siguiente, As Time Goes By. Existía un Cd que agrupaba sus discos del 55 y del 56 para Capitol, pero es hoy inconseguible (puede, desde ya, buscarse algún enlace para bajarlo gratuitamente de la red).

lunes, 11 de junio de 2012

Leonardo Ponzio, mucho más que un jugador es la metáfora viva de un club

Como fuentes bien informadas indicaron que entre la selecta clientela de Minton's hay unos pocos fanáticos de River, al Administrador de este blog le pareció una buena idea rendirles el debido homenaje en la imagen de uno de los ídolos del club de sus amores. Así, a un hipotético paso de volver a primera, Leonardo Ponzio, en la heroica victoria de River ante el dificilísimo Boca Unidos, de Corrientes, alcanzó la dimensión de metáfora de la institución. Todo un símbolo de los largos y duros sinsabores que le tocaron en suerte. Afortunadamente, parece haberse roto, entre otras cosas, también el maleficio.

domingo, 10 de junio de 2012

"Una referencia obligada para comprender un mundo generalmente desconocido"


Una reflexión de Carlos Sampayo sobre algunos aspectos constitutivos de la composiciòn en el jazz, especial para este blog.

 

La composición en el Jazz


La premisa de cualquier reflexión sobre el jazz debe marcar su disociación obligada de los parámetros de la música clásica de tradición europea. Preparado el terreno, en el reconocimiento de que esta música es la síntesis, decantada a lo largo de un par de siglos, de dos tradiciones musicales, la europea y la de África Occidental, conjunción hecha efectiva en un tercer territorio (Norteamérica), podremos aproximarnos al asunto sin preconceptos. Pero, aún así, caben los equívocos. Uno, quizá el más habitual, es asociar el jazz con improvisación y, por tanto, con simple espontaneidad emocional. Si bien es cierto que la improvisación, o al menos un código de improvisación es inherente al jazz y también un componente importante, también lo es que otras variantes, quizá menos evidentes, también lo son. Es el caso de la composición y hay un origen acertado: todo parte de un nombre y una carrera artística: Duke Ellington. Nacido en 1899, Ellington es el mayor punto de referencia del jazz y, se ha dicho, su columna vertebral. Desde la época pionera de la década de los veinte, cuando fundó su orquesta, la utilizará como banco de pruebas para sus composiciones que, ciertamente, también eran concebidas en función de los solistas.

Para Ellington la orquesta fue lo que el piano para el compositor tradicional; funcionaba como la indumentaria final de sus ideas. Extraordinario melodista, gran combinador de sonidos, maestro en el arte de los bloques sonoros y la imbricación entre melodía y ritmo, hizo un uso creativo (no sólo interpretativo) de su organización orquestal a lo largo de cincuenta años. Algunos integrantes de la orquesta permanecieron en ella desde su fundación hasta la muerte del compositor. Esta introducción sirve para situarnos en el asunto de la composición en jazz.

Este género musical, aparte de sus acervos particulares (ragtime, blues rurales y urbanos, espirituales negros, percusiones de origen africano, fanfarrias), nutrió su temática de un campo ajeno y colateral, el de la canción de opereta de Broadway (“Tin Pan Alley”). La operación consistía en adoptar la melodía, o simplemente las armonías, de una canción del Musical, que se adaptara a las estructuras inherentes al lenguaje jazzístico, y reelaborarlas en función propia. De esta manera muchas composiciones que en origen fueron concebidas como parte de un espectáculo, se convirtieron en temas recurrentes del jazz, lo que se conoce con el nombre de standards. Estos standards han servido, a lo largo de muchas décadas, para improvisar, re-componer, orquestar, reelaborar y sintetizar. Son una especie de Clave bien temperado del jazz. La composición jazzística estricta, esto es, la música compuesta especialmente para el jazz nace con Ellington y se desarrolla en toda la historia posterior a través de la pluma de muchos intérpretes que intentaron pautar sus propias composiciones. Esto los sitúa más como gestores de una propia interpretación que como verdaderos compositores; serían, más bien, codificadores en pentagrama del sistema de improvisación de su propiedad. Un ejemplo es Charlie Parker, el gran renovador del jazz y responsable de su primera modernidad: Parker componía a partir de las improvisaciones que hacía sobre la base de standards. Es decir, se inspiraba en sí mismo. Sus pentagramas son funcionales e invitan a una creación espontánea, arte en el que Parker, genio explosivo, era un maestro.

Mary Lou Williams
El compositor-compositor que nace con Ellington, es quien piensa la música en términos globales. En la época clásica del jazz (antes de Parker) se pueden citar los nombres de Mary Lou Williams, Benny Carter, Jimmy Mundy y Billy Strayhorn (que de Ellington fue alter-ego). Con las complejidades de Parker y el bebop nace un nuevo tipo de compositor, que piensa la música según los nuevos esquemas y que puede resumirse en el nombre de Tadd Dameron. En aquellos años surge también el segundo gran compositor del jazz, Thelonious Monk. Este pianista excéntrico e inclasificable muestra, en tanto compositor e intérprete de sus obras, una vena poética que evita la sujeción a cualquier parámetro constrictor haciendo de la disonancia una norma aplicada con espontaneidad. Sus invenciones, como las de Ellington, terminarán convirtiéndose en standards casi inevitables en un repertorio jazzístico completo. La estructura de sus obras es siempre singular: alteración del esquema de compases, contraposiciones armónicas inusuales, unidas a una gran belleza formal en la melodía, que es equilibrada desde un orden impreciso y siempre cambiante. Aunque su cuerpo de trabajo escrito fue concebido desde y para la interpretación en piano solo, ha sido adoptado por los músicos de jazz para cualquier combinación instrumental, dada la riqueza de sus matices.

John Lewis
En paralelo a Monk, John Lewis –antropólogo, musicólogo y pianista– comenzó a elaborar sus propias ideas musicales. Basadas en los esquemas del bebop (inclusión de 5ª disminuida, 7º aumentada, etcétera), sus partituras suelen estructurarse como fugas bachianas en la prosecución de un clima sonoro delicado, casi impresionista. Tal y como hiciera Ellington con la orquesta, Lewis ha utilizado el Modern Jazz Quartet, del cual era co-director, para proponer su universo de creador de sonidos. También era un excelente pianista, con un toque delicado, “raveliano”.

Charles Mingus
Ya en los años cincuenta, en la conjunción del mundo de Ellington y el bebop (pero también de otras fuentes) el contrabajista Charles Mingus comenzó a ponerse en evidencia con un cuerpo de trabajo irregular, pero que tocará vértices de genialidad. Mingus será el primer músico de jazz que reivindique el término y el papel de compositor (a Ellington le parecía natural) y, como su maestro, se rodeará de una corte de fieles que sabrán interpretar sus ideas: gran libertad formal, composición in situ en base a los improvisadores y, siempre, una presencia sólida de la melodía. La escritura musical de Mingus es agresiva y difícil, y da la sensación de un Ellington que se hubiera visto obligado a combatir en guerras ajenas. En Mingus también es importante la defensa de su herencia cultural: el orgullo del negro norteamericano que ha entendido que su cultura ya no es subalterna, y que la cultura hasta el momento dominante puede extraer enseñanzas de ella. Pedagogo empírico, Mingus fue un centro generador de energía musical y cultural. Por el contrario de lo que ocurre con sus ilustres predecesores y colegas, las composiciones de Mingus son de difícil interpretación convincente, salvo para algunos de los que fueron sus músicos. Mingus murió en Cuernavaca, México, en 1979.

Todos los compositores de jazz, se basan en esa estirpe.     

Estas líneas básicas son una referencia obligada para comprender un mundo generalmente desconocido, o descuidado. Podrá sospecharse que la compenetración en el elemento compositivo quita al jazz la espontaneidad que lo caracteriza y diferencia, pero a la vez ha de entenderse que en la base de esa diferencia también está el modo inhabitual con que los compositores de jazz pensaron a priori una música que podrá parecer absolutamente espontánea.

viernes, 8 de junio de 2012

Dos opiniones sobre el concierto de Corea, Clarke y White

El concierto de Chick Corea, Stanley Clarke y Lenny White del miércoles 5 de junio dejó a parte del público con sentimientos encontrados. Nadie va a discutir hoy en día las dotes de Chick Corea como pianista ni el virtuosismo de Stanley Clarke –por cierto, un tanto circense y, de a ratos, francamente demagógico–, aunque sí se vaya a criticar la pobreza exhibida por Lenny White, muy lejos del nivel de sus otros dos compañeros. Lo que sí se podría comentar, en todo caso, es qué pasa cuando estos tres músicos se reúnen a tocar, la conveniencia de la formación para el repertorio elegido y qué hizo el tiempo con esas composiciones que hace treinta y pico de años sonaban tan modernas. De todo eso tratan las dos reseñas aparecidas en el día de hoy en Clarín y Página 12, firmadas respectivamente por Federico Monjeau y Diego Fischerman, probablemente los dos mejores críticos musicales de la Argentina. Podrían sumarse otros puntos de vista, claro. Por caso, Guillermo Hernández duró exactamente cuatro temas, lo cual es también una opinión.

Federico Monjeau
Nada es para siempre

Con su trío Forever buscó recuperar la era del “Jazz fusión”.

Como ocurre con el nombre mismo, Forever, el trío que integran Chick Corea, Stanley Clarke y Lenny White, es una abreviatura del Return to Forever que Corea formó a comienzos de los ‘70 con Clarke y otros; una abreviatura o reducción al formato más clásico del jazz moderno, el trío de piano, contrabajo y batería, sin aderezos percusivos ni suplementos electrónicos.

Pero en el fondo las cosas siguen más o menos iguales, incluso desde el punto de vista de la selección del repertorio. El concierto del miércoles en el Gran Rex comenzó con La Fiesta , para seguir con otras composiciones de Return to Forever como Light as a Feather , No Mistery , After the Cosmic Rain , Romatic Warrior y 500 Miles High , exponentes de un jazz rítmicamente muy latino y volcado a la fusión, en especial con la música española, cuya característica cadencia frigia se volvió un omnipresente motivo armónico-melódico.

La selección se completó con una pieza de Miles Davis, All Blue , más dos standards clásicos: How Deep is the Ocean , My One and Only Love . Esta fue la mejor parte del programa. Basta escuchar alguno de estos standards para advertir la pérdida de perspectiva armónico-melódica que, salvo raras excepciones, significó el jazz-fusión de los 70. Tal vez era un alejamiento del blues y del songbook estadounidense que los músicos de jazz debían necesariamente realizar, pero la desolación compositiva del paisaje es innegable, y la desnudez del trío de piano, contrabajo y batería acaso lo vuelva todavía más evidente.

Queda intacta la maestría instrumental. Chick Corea es un pianista extraordinario, uno de los mayores virtuosos de todo el jazz, también de los más imaginativos si se considera su rica trayectoria. Pero en este “retorno” no muestra nada demasiado interesante. Se vuelve inevitable la comparación con Keith Jarrett, no sólo por la cercanía de ambas visitas sino por la cercanía generacional (Corea es sólo cuatro años mayor y han hecho algunas cosas en colaboración, entre ellas una hermosa grabación del Concierto para dos pianos de Mozart). La neurosis de Jarrett la padecimos el año pasado en el Colón, pero es cierto que además de su malhumor nos transmitió algunas grageas de música sublime.

A Corea no lo alteran ni un instrumento mediocre (se limitó a pedir una pausa de diez minutos para una afinación), ni un público que le indica a los gritos lo que tiene que tocar. Su entrega es más amable, y también más rutinaria.
Clarke es otro músico virtuoso, aunque se trata de una maestría un poco circense y fanfarrona. Su técnica y su fuerza percusiva son tan descomunales que su instrumento por momentos suena como una segunda batería. En medio de todo eso, Lenny White queda en un segundo plano, aunque no debería dejar de señalarse que su solo en contrapunto con Corea en All Blue fue uno de los mejores momentos de la noche


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Diego Fischerman
Una fiesta con bemoles

El notable pianista hizo gala de todo eso que lo ha convertido en un referente del jazz, aunque el sonido dejó dudas. Con un Stanley Clarke brillante, el punto más discutible de la velada fue la performance del baterista Lenny White

Desde su debut discográfico, con Tones for Joe’s Bones, grabado a fines de 1966, pero incluso antes, ya en sus trabajos junto a músicos latinos casi al mismo tiempo que se internaba en cierta clase de música de cámara donde se imbricaban Debussy y Bartók con el jazz, y en el free jazz atonal y alejado de patrones rítmicos regulares, Chick Corea construyó su estilo en la diversidad de estilos y convirtió en firma propia el eclecticismo. En todo caso, su lenguaje personal, fuera en piano o en piano eléctrico –y más adelante en sintetizadores– siempre resultaba identificable.

Buenos Aires es una ciudad a la que llegó con todos los formatos imaginables, desde el formidable dúo con el vibrafonista Gary Burton hasta sus grupos más electrificados, pasando por el piano solo, por su personal relectura del hard bop con el grupo Origin y con su participación en un homenaje a Piazzolla. Y es la ciudad donde le mostró su admiración, a través de una ovación prolongadísima apenas apareció sobre el escenario, un público de una heterogeneidad que muy pocos podrían lograr. Había allí audiencia de jazz, desde ya, pero también muchos de los que desde el rock lo descubrieron a él (y de allí fueron al jazz) pero también los que hicieron el camino contrario. La presencia entre ellos de Machi, notable bajista de Invisible, podría considerarse, en ese sentido, un dato.
Corea, que ha cambiado tanto de gramáticas musicales como de aspecto físico, llegó esta vez, a los 71 años, luciendo una juvenil y fina estampa, con saco habano haciendo juego con el pantalón, que contrastaba llamativamente con la obesidad y la camisa floreada de su visita anterior. Se trataba, por otra parte, del retorno (aunque sin el retorno del título) de Return to Forever, con su formación más ejemplar casi completa (faltaba tan solo el guitarrista Al Di Meola), aunque ahora en plan acústico: piano de gran cola, el contrabajo de Stanley Clarke y un pequeño set de batería para Lenny White. La operación tampoco era nueva del todo. Mucho del repertorio de Chick Corea transitó por todas las conformaciones instrumentales posibles. Y el pianista se deleitó, a lo largo de su carrera, en trabajar con los mismos músicos pero en diseños casi opuestos, como sucedía con la Elektric y la Akoustik Band.

Si, por un lado, salvo “La Fiesta” es cierto que ninguno de los temas de Return to Forever viajó demasiado hacia otras encarnaciones musicales, también lo es que este regreso acustizado no resulta tan llamativo si se lo piensa no en relación a las últimas formaciones del grupo –y en particular a Romantic Warrior, el disco que llevó el género del jazz rock a un punto de inflexión o de fractura– sino a la inaugural, más inclinada al jazz latino que al rock y donde los únicos instrumentos electrónicos eran el piano y, en algunos temas, el bajo de Clarke. Esa base, al fin y al cabo la misma de ahora, fue la que junto al percusionista Airto Moreira y su mujer, la cantante Flora Purim, más un viejo compañero de ruta, el genial saxofonista y flautista Joe Farrell, grabó el primer disco en 1972, con el mismo nombre del grupo y para el sello ECM. Era, en rigor, un disco (casi) acústico y allí estaba el primer registro discográfico de “La Fiesta”. Y por allí empezó, también, el concierto porteño, uniendo ese hit a “Some Time Ago”, tal como sucedía en el álbum (aunque sin el tarareo de Purim y el deslumbrante trabajo de Farrell, primero en flauta y luego en saxo soprano).

La presentación del trío siguió un orden casi cronológico para aquel repertorio, pasando por “Light as a Feather” (un tema de Clarke) y “No Mistery” y llegando a “Romantic Warrior” y entrelazándolo con algunos standards: “How Deep is The Ocean”, “My One and Only Love”, “All Blues”. El exquisito pianismo de Corea, con esa digitación perlada y esos staccati que convirtió en marca de fábrica, construyó, a lo largo de todo el concierto, un relato preciso que se entrelazó con el del sonido poderoso, con pronunciado vibrato, cantante en los sobreagudos del capotasto, de Clarke (una característica que comparte con los otros contrabajistas preferidos del pianista, Miroslav Vitous y Eddie Gómez), capaz, además, de pasar con soltura del pizzicato al arco. Su estilo, más afecto a los riffs que al despliegue melódico de los acordes, situaba, no obstante la particularidad tímbrica, el mapa estético del lado del jazz rock. Tanto, por lo menos, como las acentuaciones de la batería. Y allí estuvo, precisamente, el punto más flaco. White no mostró la versatilidad de sus compañeros para establecer climas variados y fue francamente primario cuando debió acercarse más al papel del baterista de jazz que al de rock. Casi inactivo en las últimas décadas, este músico que llegó a tocar con grandes del género como Jackie McLean y Andrew Hill, estuvo esta vez limitadísimo al golpe fuerte y perdido con las escobillas, sin encontrarle la vuelta a los temas más lentos. Su performance fue particularmente pobre en “My One and Only Love” aunque, claro, en el repertorio que evocaba más claramente el pasado eléctrico se sintió un poco más cómodo.

El bis, “500 Miles High” –del segundo disco, Light as a Feather– rubricó, no obstante, una actuación de buen nivel. Y si la fiesta no fue, de manera plena, la anunciada en el título del comienzo, también tuvo que ver con un piano desafinado y con el efecto paradójico logrado por el sonido, que logró darle a este instrumento un persistente aire a lata que, curiosamente, lo acercó al Rhodes que pretendía olvidarse.

miércoles, 6 de junio de 2012

Diego Schissi en la Down Beat


Frank Alkyer publicó en el último número de  Down Beat, correspondiente a junio de 2012, la siguiente reseña a propósito de la edición estadounidense de Tongos, del Diego Schissi Quinteto. La reproducimos a continuación, en versión de Jonio González.

Diego Schissi Quinteto
Tongos (Sunnyside)


Demos la bienvenida a la nueva generación del tango. El pianista y compositor Diego Schissi, que nació en Argentina, vino a Estados Unidos a estudiar jazz y se quedó diez años. En 1996 decidió regresar a Buenos Aires y se dedicó por completo a la música de Astor Piazzolla, el maestro del bandoneón... y del tango. Lo realmente sorprendente de la música del quinteto de Schissi, creado en 2009, es que no trata el tango como si de una pieza de museo se tratara, sino que intenta expandir la tradición hasta el punto de que ha bautizado su música como “tongo”. Este incluye las estructuras básicas del tango, pero incorporando influencias del jazz y de la música clásica. En Tongos, donde Schissi y sus compañeros se han propuesto “conservar la energía más que el gesto” del tango, las serias intenciones del compositor quedan maravillosamente expuestas. Schissi crea música que se emparenta con la creada por Piazzolla, pero con sus propias ideas artísticas. “Líquido 5” constituye un buen ejemplo de esto último. El tema conserva el corazón y el lirismo del tango, pero con pasajes jazzísticos y la precisión de una moderna composición clásica. Todos los músicos que intervienen en el disco son extraordinarios y merecen nuestra atención: Guillermo Rubino en violín, Santiago Segret en bandoneón, Imael Grossman en guitarra y Juan Pablo Navarro en contrabajo. En cuanto a Schissi, con sus cascadas de notas y sus precisos cambios de acordes, un pianista poderosamente reflexivo. Todo el disco raya a gran altura, y me da igual si se llama tongo, tango o algo completamente diferente. Sólo espero que este quinteto siga ofreciéndome más música.



martes, 5 de junio de 2012

Mañana toca Chick Corea en Buenos Aires

Nuevamente Diego Fischerman y nuevamente Página 12, pero hoy a propósito del concierto que Chick Corea brindará mañana en el teatro Gran Rex, acompañado por Stanley Clarke y Lenny White.

“Cada paso fue para mí un nuevo mundo”

“He tenido muchos maestros y por todos siento gratitud, pero el primero fue mi padre Armando”, dice Chick Corea a Página/12. “El tocaba jazz en la trompeta y durante toda mi infancia lo escuchaba a él y a los discos de 78 rpm que ponía: de Dizzy y Bird, de Art Blakey, de Sarah Vaughan con la banda de Billy Eckstine, de Miles Davis a los 17 años tocando en el quinteto de Charlie Parker. Esos gigantes fueron mis héroes y maestros. Y después Monk, Bud (Powell), Horace Silver, Sonny Rollins, Bill Evans, tantos otros...” Quien habla, claro, no desentonaría en esa lista. El pianista que fundó Return to Forever y que ahora retorna a ese grupo (aunque sin el retorno del título) y llega a Buenos Aires para presentar, mañana en el teatro Gran Rex, el notable disco Forever. Allí, junto a Stanley Clarke en contrabajo y Lenny White en batería, toca en plan acústico mucho del repertorio de aquel grupo fundante del jazz eléctrico. Es, sin duda, uno de los músicos más importantes de los últimos 40 años.

Se trata, por un lado, de uno de los protagonistas de varios de los grupos más importantes de la música de tradición popular, desde el trío con Miroslav Vitous y Roy Haynes o el que formó con Dave Holland y Barry Altschul, hasta el dúo con Gary Burton, el mencionado Return to Forever, Circle, con Anthony Braxton, y, por supuesto, el quinteto de Miles Davis, pero, además, uno de los pocos que consiguió lo que para el género significa el non plus ultra: crear un lenguaje y un estilo. Como Bill Evans primero, o McCoy Tyner, Herbie Hancock, Paul Bley y Keith Jarrett, Corea está entre los pianistas inconfundibles y, además, entre los más influyentes –e imitados–. Su primera experiencia profesional importante fue en 1963, con Mongo Santamaria y Willie Bobo, cuando tenía 21 años, y, ya en grupos más específicamente jazzísticos, con Blue Mitchell entre 1964 y 1966, Herbie Mann y Stan Getz (con quien volvió a tocar ya en la década siguiente).
Su debut discográfico en el sello Blue Note fue uno de los más espectaculares que puedan imaginarse, Now He Sings, Now He Sobs, en 1968, con Vitous y Haynes. Antes había grabado dos discos para Atlantic que habían pasado casi inadvertidos pero se convirtieron más adelante en objeto de culto, Tones for Joan’s Bones y Inner Space. Luego de un corto período junto a la cantante Sarah Vaughan, entró al grupo de Davis, reemplazando gradualmente a Hancock. Allí participó en discos fundamentales, como Filles de Kilimanjaro, In a Silent Way, Bitches Brew, y Miles Davis at the Fillmore. “Ese grupo era una escuela formidable”, reflexiona, casi para sí. En esos conjuntos, que partieron del quinteto original pero que tuvieron una conformación muy variable, incluyendo varios tecladistas (en At The Fillmore tocan juntos Jarrett y él), Corea trabajó con el piano eléctrico (y tal vez haya sido el único que creó una gramática propia para ese instrumento) y comenzó sus experiencias con los sonidos electrónicos, que se continuarían en algunos de sus proyectos solistas. Sin embargo, cualquier simplificación resulta inútil.
Asociar a Corea con el jazz-rock, más allá de que fue uno de sus creadores, es olvidarse de proyectos tan disímiles –y geniales– como su “Trío para flauta, fagot y piano”, grabado en 1968 e incluido en el disco Inner Space, sus Piano Improvisations o A.R.C, publicados por ECM, y, lejos del último lugar en importancia, su participación en Circle, todos gestados más o menos en la misma época en que esa forma particularmente virtuosa de jazz-rock que patentaría con Return to Forever –cambios repentinos de tempo, riffs velocísimos, frenos y arranques repentinos y un ajuste descomunal por parte del grupo– comenzaba a plasmarse.

Podría haberse tratado de un músico buscando su propio camino, entre varios posibles, o de alguien dispuesto, simplemente, a recorrerlos todos. “Desde mi punto de vista, cada paso fue un nuevo mundo, exactamente como mi próximo paso me lo hacía saber”, dice Corea. “Nunca fue parte de un plan ni de nada premeditado; es más, yo hubiera sido incapaz de decir qué haría después. Sólo se trataba de entrar en cada proyecto con la fascinación ante las posibilidades que eso abría ante mí. Pero la verdadera aventura es siempre ir un poco más allá y tocar y componer y aprender algo nuevo cada noche ante cada público diferente. Ese es el camino.” Return to Forever fue creado en 1971 y también tuvo una conformación variable, desde el grupo casi acústico en el que tocaba el extraordinario saxofonista y flautista Joe Farrell hasta la aplanadora paralizante de Romantic Warrior, con Al Di Meola en guitarra eléctrica y los dos músicos con los que ahora vuelve a tocar, Clarke y White. “El nombre de la banda no es demasiado importante para nosotros”, comenta el pianista. “Lo que nos motiva no es la idea de un regreso o de una relectura a la música del grupo original, sino el deseo de tocar juntos y de hacer música. La verdad es que ninguno de los tres, en nuestras carreras posteriores, exploró esos standards que habíamos creado juntos. En ese sentido podría ser un retorno, pero sólo en el aspecto de que comprobamos que esos temas funcionaban perfectamente como material, como si se tratara de standards de jazz. Yo creo que, al fin y al cabo, la música es sólo música. Nada más. Y nada menos.”

En la primera formación del grupo, donde tocaba Farrell, ya estaba Clarke y, junto a ellos, el percusionista Airto Moreira y su mujer, Flora Purim, como cantante. En su primer disco, que llevaba el mismo nombre del grupo y se publicó en 1972, aparecía “La Fiesta”, uno de los temas más populares del repertorio de Corea, que él volvería a tocar y grabar en numerosas oportunidades. Ese mismo año, Return to Forever editó Light As A Feather, en 1973 Hymn Of The Seven Galaxy y un año después Where Have I Known You Before. Otros proyectos, como The Leprechaun, My Spanish Heart y The Mad Hatter, aunque no aparecían con el nombre del grupo, eran deudores, sin duda, de su sonido. Como lo fue, ya en la década de 1980, su Elektric Band, de la que participaban el guitarrista Scott Henderson (luego reemplazado por Frank Gambale), el bajista John Patitucci, Eric Marienthal en saxo y Dave Weckl en batería. Y, en el medio, dúos con Herbie Hancok o con el flautista Steve Kujala, un nuevo encuentro con Vitous y Haynes, conciertos de Moart junto a Bobby McFerrin, música de cámara y, después, otro grupo formidable, Origin. “Siempre había querido volver a tocar con Clarke y White”, dice ahora. “Existía, en la época de Return to Forever, una química muy especial entre nosotros. Y esa química está intacta. Tocar con ellos es un placer inmenso, nos adivinamos nuestras intenciones permanentemente, sintonizamos la misma frecuencia y nos entendemos como hermanos.”

Así como habla de sus maestros, Corea también opina sobre sus posibles discípulos: “He visto a músicos jóvenes inspirados en algunas cosas que mis amigos y yo hemos hecho, desde luego. Es natural, me encanta que suceda y trato de ayudar a esos músicos de la manera en que sea posible. No los considero discípulos en un sentido estricto pero, en cierta forma, hay una continuidad y una enseñanza. Una cierta tradición que va pasando de unos a otros, por más que cada uno la tome de manera creativa y no como una copia”. Observa, desde ya, el jazz actual, y opina que “la novedad está en quien la mira. Yo no veo otra cosa que vida en mi camino. Y la vida es siempre nueva y bella si uno vive de una manera en que puede mirarla y percibir su maravilla. Para mí, es simplemente un honor y estoy infinitamente agradecido por poder seguir amando el hacer música y el buscar cosas nuevas y el viajar alrededor del mundo y poder tocar esa música para quienes quieren escucharla. El otro día escuché por la radio una grabación de Ben Webster y era un registro apenas anterior a su muerte. Y sonaba tan fresco y tan nuevo, y tan joven”.

El disco Forever, un álbum doble que Universal publicará próximamente en la Argentina, recoge ese presente de Corea que grabó, casi al mismo tiempo, un fantástico CD en homenaje a Bill Evans junto a otro de sus compañeros históricos, el contrabajista Eddie Gomez, y el recientemente fallecido Paul Motian en batería. Admirador de la música de Astor Piazzolla –en una de sus visitas a Buenos Aires participó, precisamente, de un homenaje al bandoneonista–, compositor de algún tango, que tocó junto a Gary Burton, el perfil de Corea es el del más absoluto eclecticismo. En un viaje anterior explicó a este diario su pasión por la variedad de la manera más sencilla. “Por más rica que sea una comida –decía–, ¿quién quiere comer lo mismo todos los días?” La palabra clave, dice, es curiosidad. Y también, placer. Corea lo menciona cada vez que puede. Y cuenta, también, que escucha música “como inspiración, para aprender nuevas cosas”. A veces se sienta ante el equipo o la computadora por simple gusto. Otras, “para ver qué están haciendo mis amigos, para ver en qué andan los músicos jóvenes que nunca pude escuchar en vivo. Y vuelvo una y otra vez a mis grabaciones favoritas de Miles y Coltrane. Y a algunos compositores clásicos que admiro. Y a grandes pianistas como Art Tatum y Glenn Gould. Y a veces, especialmente durante una gira, saco toda la música de mi alrededor y trato de escuchar lo que me rodea. Por ejemplo, en las habitaciones de hotel, jamás prendo la televisión ni escucho la radio. Y sí, a veces, escucho mis propias grabaciones para tratar de encontrar nuevos caminos en lo que hago. No soy demasiado crítico conmigo mismo, pero sé qué es lo que me gusta y lo que no de mi manera de tocar y, por lo tanto, trato de corregir lo que no me gusta y de llevarlo hacia lo que sé que quiero hacer”.

lunes, 4 de junio de 2012

Adrián Iaies en La Trastienda (1/6/2012)

Esta es la crónica que Diego Fischerman publicó hoy en Página 12, a propósito del concierto del viernes pasado.

Diálogos, melancolías y otros vicios

El arte, necesariamente, dialoga. Con su propia historia, con la del artista, con la de quien entra en contacto con él. Y el jazz pone en escena esos diálogos. Tal vez más que en ninguna otra clase de obra, la pieza de jazz basa su funcionamiento, y su valor, en las formas de ese intercambio. Como la figura y el fondo, no es ni una ni el otro los que constituyen el sentido sino la relación, y las maneras de esa relación entre ambos. El pianista Adrián Iaies, junto a su cuarteto, presentó este viernes –y repetirá el próximo 8 de junio– su notable último disco, Melancolía, en La Trastienda. Y ya en su introducción, con una suerte de invención a dos voces de aires bachianos alrededor de “Maribel se durmió”, de Luis Alberto Spinetta, que se entrelazó con “Fermín”, del mismo autor, quedó claro que de lo que se trataría sería de diálogos, en su forma más perfecta.

Ya en su primer disco solista, Nostalgias y otros vicios, de 1998, donde un único tema propio convivía con su lectura de nueve tangos, aparecía uno de los puntos que sostendrían mucho de lo logrado por Iaies a lo largo de su carrera: la certeza acerca de que en esa suerte de plática que se establece a partir de lo que toca, resultan tan importantes sus propias conversaciones (allí, en ese primer disco, está, igual que en el último, “Desde el alma”) como las que establece con la memoria de su público. Hay en Iaies un descubrimiento poderoso y es que el jazz no se funda tanto en sus materiales como en el juego de alianzas, guiños, sobreentendidos, seducciones y sorpresas que se producen entre esos materiales primigenios y la pieza, y entre ella y el oyente. El placer de descubrir a “Fermín” entre las volutas del grupo –un placer similar, se supone, al que alimentaba, para un público informado, el reconocimiento de una canción de Broadway detrás, o en el fondo, de esos solos de Gillespie o Parker– es, en todo caso, una las columnas vertebrales de un género que se construye, sobre todo, alrededor de la memoria.

El diálogo está, a la vez, presente en la fenomenal interacción que se articula en uno de los mejores grupos posibles en el jazz actual. El contrabajo de Ezequiel Dutil tiene algo de la mano izquierda del piano en los estudios de Chopin: es el pie en tierra contra el que se pone en relieve la libertad rítmica.

Él, como un extraordinario Pepi Taveira en la batería, entran y salen de esa función de sostenes del andamiaje general y resultan tan musicales cuando las variaciones de Iaies se apoyan en ellos como cuando comentan, desde sus instrumentos, lo que ha tocado cualquiera de los otros o lo que ha sonado en conjunto. Mariano Loiácono, soberbio en trompeta y fluegelhorn, es ni más ni menos que el cuarto elemento. También él navega con soltura entre el solo explosivo y la posibilidad de llevar una discreta melodía en segundo plano. Parte de las virtudes de este grupo tiene que ver con los talentos de sus integrantes, desde ya, pero una porción significativa corresponde a la concepción general. Ningún tema se excede en la duración; los solos suelen ser breves y, lo más importante, se integran con naturalidad a la forma. No fracturan la pieza sino que, por el contrario, la amplían, le otorgan otras dimensiones. Y esto sucede, incluso, en los habitualmente conflictivos solos de batería y contrabajo. En este caso, sus llegadas son fluidas y pasan casi inadvertidas. No se trata de la exhibición de destrezas del intérprete sino de una más de las maneras en que la figura de esa obra se destaca, se diferencia, contrasta, con el fondo que provee la memoria.

En las presentaciones en vivo hay, además, otra conversación presente: la que la actuación construye con el disco que en esa ocasión se presenta. Y esa conversación es particularmente rica en el caso de Iaies, que puede llegar, como en este caso, a comenzar con algo que no está en ese disco en absoluto, que lo comenta desde otra parte. Podría decirse que el pianista reinventa la “presentación en vivo” como un nuevo género, donde aquello que es presentado no se repite sino que es leído creativamente desde una cierta distancia. Después de “Fermín” llegó, por ejemplo, otro estreno: “Brubeck”, un tema de Iaies que homenajea a ese pianista descubierto por él, según confiesa, tardíamente, pero que desnuda, en realidad, no tanto a Brubeck como lo que se lee en él. Es, en todo caso, una mirada en la que, como en el resto de los trabajos de Iaies, Monk y sus hipótesis sobre la acentuación no están ausentes. Desde allí es de donde se llega a “Melancolía es tu nombre” –el tema que bautiza, abreviado, al disco– y al bellísimo “UMMG” de Billy Strayhorn, tocado en trío y resignificado por un trasfondo de habanera. Y aunque Bill Evans no haya sido el único en el arte del vals de jazz (que es, desde ya, una clase muy particular de vals), resulta imposible no evocarlo en esa especie de subgénero y en un tema que ya en su título “Waltz for Beatriz (Sarlo)” remite, con cariñosa ironía, al fundante “Waltz for Debby”. Como en el disco, el momento más festivo –o donde menos evidente se hace la melancolía anunciada– es en la versión del “Himno a Sarmiento”. Lejos de la irreverencia de aquella “Marcha de San Lorenzo” de Billy Bond y la Pesada del Rock and Roll, esta vez se trata, nuevamente, de la memoria: del jazz como una forma del recuerdo. Un trío sin contrabajo, en que el tambor solitario reemplazó a la batería, en “Todos sabemos que no es así”, y el dúo de piano y trompeta en “A propósito de Tommy Flanagan”, ambos temas de Iaies, llevaron al final de “Pomelo, the other Cat”, y a los reclamados bises, “Gricel”, de Mores pero también, definitivamente, de Spinetta, que la grabó con Fito Páez en La, La, La, y que la cantó más de una vez en vivo; y “Años de Soledad”, de Piazzolla, en una mirada, curiosamente, mucho menos melancólica que la del original.

sábado, 2 de junio de 2012

Entrevista con Adrián Iaies

Una entrevista con Adrián Iaies, realizada por Jorge Fondebrider y publicda en la revista Ñ de hoy.

“La canción es la célula de toda la música popular”    

Adrián Iaies acaba de editar Melancolía, su último disco como líder y el número quince de su discografía. Como en otras ocasiones, sorprende por su  inteligencia y buen gusto. Previo a la presentación en vivo, mantuvo el siguiente díalogo con Ñ.

–Este último, ¿es un disco de grupo o es un disco solista?
–En cierta forma es un disco solista porque no estuve demasiado pendiente de qué es lo que el grupo quiere tocar. En otras palabras, es el disco que yo quería hacer. Pero, a la vez, es mi primer disco de cuarteto. Me explico: en algunos temas, acepto delegar algo que nunca delego porque es lo que a mí más me gusta hacer.

–¿A qué te referís?
–A tocar la melodía. Y es porque en Mariano Loiácono encontré un tipo en el cual confío y que, por lo tanto, es un gran socio: serio, profesional, cuidadoso, con criterio y, sobre todo, muy atento a lo que yo quiero.

–¿Y qué es lo que vos querés?
–Aunque eso ya está presente en algunos de mis discos anteriores, cada vez estoy más decidido a que cada nuevo disco hable de una sola cosa, que haya un único clima, una atmósfera homogénea.

–¿Por qué?
–Porque quiero trabajar contra esa idea de que un disco debe empezar por un tema rápido, seguir con una balada, luego un tema en 3 por 4, etc.

–Precisamente, este nuevo disco presenta una mayoría de baladas o de temas que decidiste tocar como baladas…
–Es que ésa es la idea o, al menos, mi manera de interpretar la melancolía, leit motiv de todo el disco.

–Hay otro dato que en tus últimos tres discos va presentándose con creciente nitidez: tocás mucho menos que antes. Dicho de otro modo, sos mucho más reflexivo.
–Es así y, de hecho, cuando escucho los temas después de grabados tiendo a pensar que si me hubiese esforzado más, habría podido tocar incluso menos de lo que toqué, ser todavía más austero…

–¿Y por qué esa búsqueda de austeridad? ¿Qué fue lo que te llevó en esa dirección?
–Yo creo que la edad, el paso del tiempo. Nunca quise ser “el pianista más rápido del Oeste”. Pero si alguna vez se me cruzó la sombra de una preocupación, hace rato que ya no la tengo.

–¿Y a qué lo atribuís?
–A que identifico eso que antes llamé austeridad con la elegancia. Como te imaginarás, escucho mucha música por cuestiones profesionales, pero cuando puedo y tengo tiempo, escucho a muchos pianistas. Ayer pudo haber sido Marc Copland, hoy Bill Carrothers y mañana Vijay Iyer. Y si bien los disfruto, tengo que decir que al final del día vuelvo a los mismos pianistas de siempre, que son los que, en mi opinión, hicieron de la elegancia un culto: Hank Jones, Tommy Flanagan, John Lewis, Dave Brubeck… Todos ellos parece que tocaran con traje y se atuvieran exclusivamente al tema, más allá de la probada capacidad que todos tienen para hacer solos. Cuando esos pianistas tremendos proceden de esa manera, uno se pregunta si el solo hace falta o si lo que hay que decir ya está dicho con la propia interpretación del tema.

–Entiendo que hay muchos músicos que, aunque parezca paradójico, no escuchan música.
–Yo sí. Nunca entendí a los que se vanaglorian de no escuchar música desde hace diez años. ¿Cuál es el mérito? Mirá, mis viejos no tenían plata, así que yo no fui a Berklee. Aprendí de los discos, de escuchar discos. Y eso se nota en lo que toco.

–Aunque no lo nombraste, en Melancolía, hay tres temas de Billy Strayhorn, que es la elegancia hecha música…
–Y fijate que en ninguno de los tres hay solo de piano. Tampoco en la versión de “Fuimos” ni en el tema que le dedico a Flanagan. Mi idea fue no ser expansivo y, por eso, el cuarteto me permitió fijar claramente esos límites.

–De disco en disco, la noción de estructura es muy clara en tu música.
–Es que yo estoy enamorado de la forma canción, que es imbatible. No establezco diferencias entre escuchar un disco de jazz y uno de Sinatra, Joni Mitchell o los Stones. La canción, con o sin letra, es la célula de toda la música popular. Y en el caso específico del jazz, esa forma permite establecer una necesaria complicidad con el que escucha.

–En tus discos siempre hay algo así como una declaración de principios. En éste parece una muy clara la inclusión del “Himno a Sarmiento”. 
–En este hay dos. El “Himno a Sarmiento” –al que cuando estaba en la escuela cantaba buscándole segundas voces– y el vals que le dedico a Beatriz Sarlo, a quien, aclaro, no se lo dedico por haber puesto en su lugar a Osvaldo Barone –a nadie le dedicaría un tema por tan poco, sería disminuirla–, sino porque la quiero y porque sé lo que le gusta el jazz. Luego –y sólo luego– porque comulgo con muchas de sus ideas.

–Lo que visto desde afuera te pondría en las antípodas de otro fanático tuyo como Horacio Verbitsky...
–…cuyas ideas no comparto, pero a quien me une un gran cariño. Y ambos hemos sabido establecer un territorio común por fuera de las ideas políticas que nos permite mantener una gran amistad. Todos los gobiernos pasan y ninguno es tan importante como para que, poniéndonos de un lado o de otro, nos podamos establecer puentes con nuestros afectos por muy distinto que piensen de nosotros. La vida es otra cosa, ¿no?