jueves, 27 de febrero de 2014

Jonio González cumple años y lo festeja acordándose de Boris Vian



Dado que hoy Jonio González cumple 60 años, mientras los festeja en Florencia, con su legítima esposa, no vemos mejor manera de homenajearlo públicamente que reproduciendo un artículo que publicó en Cuadernos de Jazz, allá por 2007, cuando, aparentemente, todavía gozaba de todas sus facultades.

Me acuerdo de Boris Vian

¿Quién recuerda lo que es un cronopio? Optemos, con implacable arbitrariedad, por una definición que el propio Cortázar encontraría plausible: aquel ser merecedor de la alegría que transmite Louis Armstrong. Ensayemos ahora una definición más científica: aquel ser que va por el mundo buscando a sus iguales, descubriendo, con tanto desconcierto como felicidad, relaciones insospechadas entre los hechos y las cosas. Alguien capaz de ir más allá de la realidad y en su viaje de regreso modificar nuestra visión de cuanto nos rodea.


Pero sobre todo se trata de seres que cuando cantan se entusiasman "de tal manera que con frecuencia se dejan atropellar por camiones y ciclistas, se caen por la ventana, y pierden lo que llevan en los bolsillos y hasta la cuenta de los días". Cortázar es muy generoso en su definición, hasta el punto que nos permite considerarnos cronopios sólo con ser distraídos, con disfrutar hasta la emoción escuchando Mahogany Hall Stomp, con salirnos del recorrido ordinario. En rigor, sin embargo, no es tan simple. O lo es tanto como adscribir a la patafísica, esa ciencia de las soluciones imaginarias creada por Alfred Jarry. Esto es, la anomalía como norma, el apriorismo por encima de todo, la refutación sistemática, o sosteniendo, como el propio Boris Vian escribe en el prólogo de La espuma de los días, que "sólo existen dos cosas: el amor en todas sus manifestaciones, con mujeres hermosas, y la música de Nueva Orleans o de Duke Ellington. El resto debería desaparecer...".

Vian, empero, no propone abolir la realidad, sino transformarla por el método de "pensar sobre las cosas aquello que los otros no pensarán jamás", o, como ha escrito Jesús Camarero en su ensayo La espuma de Boris Vian, construyendo "un universo mágico por sus efectos, pero basado en una realidad que no puede ni debe refutar esa realidad imaginada por el autor". Sin abandonar las páginas de la citada novela, encontramos un perfecto ejemplo de esto. Consiste, sencillamente, en crear melodías tocando el pianocktail, un artilugio híbrido de piano y coctelera (de madera de arce en lo posible) con el que se consigue que a cada nota corresponda un licor o un aroma, obteniendo de ese modo un combinado que sepa a blues, u otro con sabor a pimienta y humo siempre que interpretemos Misty Morning. (Para entenderlo mejor, imagine por un instante el lector a qué sabe Black and Tan Fantasy.)


Esa autonomía del universo inventado propuesta por la patafísica (y experimentada aun inconscientemente por los cronopios), en el que las imágenes desbordan, en palabras de Camarero, "por su acumulación y su originalidad, contribuyendo de forma definitiva a cerrar el mundo imaginario conocido", Boris Vian la encontró en el jazz. Si en Cortázar éste definió la estructura de su obra magna, Rayuela, en él representó, pura y simplemente, el centro de su vida.

Nacido el 10 de marzo de 1920, el mismo día que Bix Beiderbecke, parece claro que Vian no podría haber eludido la tentación de la música: su madre, una apasionada de la ópera, decidió llamarlo Boris como homenaje a Mussorgsky y su Boris Godunov. La fortuna, que no da nada sin la promesa de arrebatarnos algo, le regaló a los doce años la enfermedad que se lo llevaría antes de que cumpliese los cuarenta, en junio de1959: un reumatismo cardiaco, seguido de una fiebre tifoidea, que le obliga a guardar cama. En el vasto imperio de su lecho de enfermo nace el amor hacia la música que marcaría su existencia y tres de los mayores demiurgos de su universo: Ellington, Armstrong y Bix. Inspirado por éste (cuyos solos aprenderá de memoria), Vian comienza a estudiar su instrumento preferido, la corneta, que bautiza como trompinette. En 1935 forma, con sus hermanos Lélio (guitarra) y Alain (batería y acordeón) y su amigo François Rostand (piano), su primera banda: Mon Prince et ses Voyous. Mon Prince era, obviamente, Boris.


Dos años más tarde se convierte en miembro del Hot Club de France, a cuya banda se une, compartiendo atril con, entre otros, Emmanuel Soudieux, uno de los contrabajistas preferidos de Django Reinhardt. Por entonces comienza su relación con Jacques Delaunay y su infinita discoteca, lo que sin duda le permite profundizar en esa deseada proyección de la realidad que se convierte en verdadera a fuerza de imaginarla "de cabo a rabo". (¿Y no es acaso el jazz la puesta en práctica, tantas veces como se quiera y de las formas que se quiera, de lo imaginado a partir de la realidad dada en la partitura? ¿No es acaso un modo, el más sublime quizá, de distorsionar las referencias, como el propio Vian pretendía en su obra literaria?) Es en esos años cuando comienza a rellenar libretas con nombres de músicos de jazz, de temas musicales, de sellos discográficos, como si la confección de listas ocultase un mecanismo capaz de reordenar el mundo, de poner por escrito los verdaderos elementos que lo componen.

Boris Vian y Duke Ellington, bien acompañados
Sin embargo, la realidad, tal como la mayoría la concebimos, tenía otros planes. La guerra era uno de ellos. Vian, obviamente, no se deja intimidar y forma su propio "maquis des jazzmen" en la casa familiar de Ville-D'Avray. En las numerosas reuniones que allí se festejan, el centro de las cuales lo conforman el jazz y la literatura, conoce a quien será su mejor amigo, Jacques Loustalot (Le Major) y a su futura esposa, Michele. Corre el año 1941. En 1942 nace su hijo Patrick (fundador a comienzos de los setenta del grupo de free jazz-rock Red Noise) y, a instancias de Alain Vian, Boris y Lélio se unen a la banda amateur del clarinetista Claude Abadie, cuyo repertorio está compuesto básicamente por temas de Duke Ellington y Bix Beiderbecke. Vian seguirá con ella al menos hasta 1949, un año antes de que los médicos, a causa de su enfermedad crónica, le aconsejen que deje de tocar. Entretanto, participa en giras por Bélgica; colabora con la orquesta de Claude Luter y con la formación de Michel Villiers y Hubert Fol; graba discos con Abadie para el sello Swing; funda en 1947 el Club Le Tabou, en el bar del mismo nombre; figura en las encuestas de la revista Jazz Hot (su mejor resultado será un quinto puesto, con 552 votos, en 1948); se integra puntualmente en la orquesta de Jean-Claude Fohrenbach; abandona Le Tabou y participa en la creación del club Saint-Germain, el local más “cool” del París de la época, al que invita a tocar a Miles Davis, Charlie Parker y su amado Ellington, futuro padrino de su hija Carole; consigue, seguramente contra su voluntad, que en el número 36, de septiembre de 1949, Jazz Hot lo compare con el "Armstrong de los mejores años" [sic]. 

Sartre, Vian y Simone de Beuavoir, con señorita.
También escribe novelas y cuentos, por supuesto, y canciones (casi cuatrocientas) que interpretan Henri Salvador (C'est le be-bop), Serge Gainsbourg (Quan j'aurai du vent dans mon crâne) o él mismo (Le Déserteur, rabioso alegato contra la guerra de Indochina), y polemiza en el seno del Hot Club con Panassié, tomando partido, junto a Delaunay, por las nuevas formas del jazz (léase bebop). En medio de esta actividad tan frenética como cuasirrenacentista, Vian tuvo tiempo para explayarse en las páginas de, entre otras, Jazz Hot (desde 1945), Combat Jazz News (ambas entre 1946 y 1950), sobre sus ideas acerca del jazz. En sus deslumbrantes artículos consigue, al modo de Borges, llegar a la esencia de una obra en pocas palabras o trazar el retrato preciso de un artista en un par de frases. Así, en exactamente cuatro líneas alaba la potencia mordaz y la dulzura de Rex Stewart y critica su tendencia a las excentricidades espectaculares y el abuso de virtuosismo. Pero también sabe ser despiadado cuando algo le desagrada. En su opinión, Benny Goodman es un clarinetista no sólo sobreestimado sino estéril; la música de Artie Shaw "no es lo bastante nueva para sonar sensacional ni lo bastante sensacional para sonar nueva"; Stan Kenton, con quien en su opinión no vale la pena perder el tiempo, "tiene el alma de un abrelatas"; Dave Brubeck "es una increíble submierda", y George Shearing apenas una cagarruta.

Para Vian, como para Cortázar, el nuevo jazz, es decir el bop ("en realidad la música que sale del cerebro de Parker", según nos dice en un artículo firmado en 1949) es un modo de crear realidad dentro de la realidad, o, más exactamente, de sustituir la primera por la segunda. (Recomiendo aquí al lector que compare esta postura con la de otro enorme escritor y crítico de jazz, Philip Larkin, para quien "el jazz agonizó por culpa de tipos como Parker y Gillespie".)

Y aun así, el músico Boris Vian jamás tocará una nota de bop, sino que seguirá fiel a la música de Nueva Orleans, como puede comprobarse en Jazz and Trompinette, lanzado por Buda Musique  (que recorre la trayectoria de Vian, con diferentes formaciones, de 1943 a 1947). ¿Cómo explicar esta aparente contradicción por parte de un artista para quien el riesgo y la invención sorprendente estaban por encima de todo? ¿Por qué limitarse a copiar o repetir en lugar de seguir el nuevo camino que señala Parker, cuyos solos, auténticos arreglos en sí mismos, Vian considera por ello mismo poemas? Para empezar, en la polémica que divide al Hot Club entre quienes, con Panassié en cabeza, consideran que el de Nueva Orleans es el único jazz verdadero y aquellos que, como Delaunay, toman partido por el bebop, Vian, como hemos visto, se pone del lado de éstos, pero en la práctica asume una postura hasta cierto punto equidistante. 



Como escribió en 1985 Javier de Cambra, en ocasión de la publicación de los Escritos sobre jazz de Vian, para éste "el bop no es sino una prolongación revolucionaria de la gran tradición", lo que significa que el jazz constituye, por una parte, un arte "siempre futuro", y, por otra, uncontinuum, y que la distancia que separa a Buddy Bolden de Miles Davis tal vez no sea tanta, pues los une la lógica de un género que no ha dejado de evolucionar sin por ello olvidar sus raíces: "No hay la menor diferencia de espíritu", escribe Vian en 1948, "entre el viejo estilo y el bebop. Son dos fases de la evolución de una sola e idéntica cosa: la música negra." (Curiosamente, por la misma época Panassié escribía que "la música de jazz se renueva sin cesar".) Pero si profundizamos un poco en sus escritos, veremos que apegarse a Bix excusaba a Vian de seguir la estela de Miles (o de Gillespie) y ponerse así en evidencia. ¿Por qué esto último? Por una simple cuestión de dominio técnico, como nos comentaba recientemente Carlos Sampayo, pero también, como surgió en la misma conversación, por ciertos principios, llamémoslos ideológicos, que encontramos compendiados en una serie de artículos escritos para Combat entre el 11 de marzo de 1948 y el 6 de mayo del mismo año. 

En estos artículos Vian sostiene, a pesar de los elogios que siempre prodigó a ciertos músicos blancos (Zoot Sims entre otros) que en última instancia estos no hicieron sino esquilmar una música que es, en esencia y por definición, negra. "La música negra está, cada vez más, atestada de elementos blancos a menudo simpáticos pero siempre superfluos, o al menos reemplazables con ventaja por elementos negros", escribe, y no tiene empacho en sostener que el lugar de Jack Teagarden en la orquesta de Armstrong era el guardarropa (esto tras alabarlo un mes antes en las páginas de Jazz Hot), o que el jazz de la Costa Oeste no estaba mal, siempre que se lo escuchase poco. Así pues, cabe sospechar que, por una cuestión de integridad ética, Vian no se creía en el derecho, por así decirlo, de interpretar una música que no le correspondía ni por tradición, ni por condición, ni por color de piel, y que el amor que sentía hacia ella sólo podía expresarse como músico aficionado en una formación de músicos aficionados que se limitaban a imitar, sin interferencia alguna, una música que consideraban "sagrada". 


Sin embargo, o por ello mismo, en el mencionado CD editado por Buda Musique, Vian y sus compañeros casi no interpretan (a excepción de "The Roof Blues o At the Jazz Band Bal"l, de LaRocca) temas al estilo de los New Orleans Rhythm Masters o los Rhythm Jugglers, sino piezas de Clarence y Spencer Williams, Ellington, Hines, Armstrong, Waller o Morton, y lo hacen como si intentaran reencarnarse en una suerte de Original Creole Jazz Band algo ralentizada. No obstante esto, la corneta y la trompeta de Vian se nos antojan absolutamente "blancas", y su sonido no recuerda tanto a su amado Beiderbecke sino a quien de algún modo sintetizó a éste con Armstrong y dejaría su huella en Davis: Bobby Hackett. Encontramos en el músico Vian la misma tendencia al legato, a la modulación sonora, a la suavidad, como si pretendiese pasar de puntillas, no dejar sombra, arder en un fuego de inmanencia sin pretender, ni por un instante, robarlo a los dioses.

Boris Vian, recordarían sus amigos, vivió por y para el jazz. Este fue su mayor amor y su alimento, su pasión y su refugio. Si el principio que regía el arte de Johnny Carter en El perseguidor no era el placer sino el deseo, cuya frustración impulsa a continuar indefinidamente con la búsqueda, Vian, al igual que el iracundo y frágil Larkin, buscaba algo esencial, presente y al mismo tiempo inhallable, no por perdido o inexistente, sino por inalcanzable. Y lo halló en el jazz, ese "fuego central olvidado" capaz, en palabras de Julio Cortázar, de devolver a los hombres "a un origen traicionado". Como suele ocurrir con los amores verdaderos, el jazz hizo de Vian algo más que un hombre: un alma vuelta hacia la noche luminosa.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Lo nuevo de Pat Metheny por Diego Fischerman

Acaba de distribuirse localmente el último disco de Pat Metheny y Diego Fischerman lo comenta hoy en Página 12. La bajada de su artículo dice: “El jazz puro y el ‘garage americano’ que el guitarrista siempre mantuvo separados en sus discos confluyen aquí por primera vez. Y la música transcurre con naturalidad entre lo finamente escrito, hasta los mínimos detalles, y la improvisación más estricta”.

Dos mundos integrados con naturalidad

Hace 40 años hizo su aparición en un disco, por primera vez. Aún no había cumplido 20 y el estilo de Pat Metheny ya era reconocible. El álbum era Jaco, del bajista Jaco Pastorius, y allí estaban también el baterista Bruce Ditmas y el genial Paul Bley, en una infrecuente participación en piano eléctrico. Ese mismo año, Metheny se incorporó al grupo de quien había sido su maestro en la escuela Berklee de Boston, el vibrafonista Gary Burton, con quien grabó dos discos extraordinarios: Dreams So Real, dedicado a piezas de Carla Bley (como segundo guitarrista junto a Mick Goodrick), y Passengers (con Eberhard Weber agregándose en contrabajo eléctrico al bajo de Steve Swallow). Y en 1976 llegaría uno de los debuts solistas más deslumbrantes de la década: el notable Bright Size Life, en trío con Pastorius y Bob Moses.

Si se escucha el puñado de discos que Metheny publicó en esos años iniciales –la primera grabación con el tecladista Lyle Mays, Watercolors, de 1977; New Chautauqua, un álbum a solas con su guitarra, de 1979; y Pat Metheny Group y American Garage, de 1978 y 1979, donde define un imaginario musical claramente norteamericano, que no les huye a las zonas más “bajas” del paisaje cultural– queda en evidencia uno de los rasgos que caracteriza a una de las carreras más deslumbrantes, ricas y variadas del jazz actual y sus alrededores. Por un lado, una manera de frasear angular, imprevisible y, al mismo tiempo, siempre pendiente del sentido melódico. Por otro, un concepto en la composición que tiene como guía principal a Ornette Coleman: temas asimétricos, con preguntas y respuestas de duraciones distintas, y una integración fluida entre la melodía y la armonía (eso que Ornette llama “harmolodic”). Además, claro, de un abanico de intereses que incorporó elementos del country y el folk (en particular ciertas matrices melódicas y, claramente, la forma del rasguido de la mano derecha) y, más adelante, polirritmias de matriz afro(sud)americanas, sobre todo del nordeste brasileño.

Metheny jamás se conformó con lo ya conseguido y se internó frecuentemente en terrenos más experimentales (Song X, con Ornette Coleman; más cerca en el tiempo Tap, con piezas de John Zorn). Llevó la aparente facilidad del sonido de su grupo con Mays a terrenos de ultracomplejidad, como en The Way Up (2005). Fue partenaire del compositor Steve Reich en la obra Electric Counterpoint, de David Bowie en la música para la película The Falcon and the Snowman y de Milton Nascimento en Encontros e despedidas. También lideró proyectos de una cierta ortodoxia jazzística, como sus tríos con Charlie Haden y Billy Higgins (Rejoicing, de 1984), o con Dave Holland y Roy Haynes (Question and Answer, de 1990), su cuarteto con Brad Mehldau en piano, y el más reciente Unity Band, con el saxofonista Chris Potter, Ben Williams en contrabajo y Antonio Sánchez en batería. Y, lejos del último lugar en importancia, abundó en búsquedas tímbricas que llevaron a la incorporación de la guitarra sintetizada y, más adelante, del orchestrion.

Todas estas caras habían estado, siempre, en compartimentos más o menos separados. Más allá de que el estilo Metheny se filtrara en unas y otras facetas de su obra, la separación era tal que hasta permitía fans diferenciados para unos y otros rumbos de su carrera. En ese sentido, Kin (??), el brillante nuevo disco que acaba de editar Nonesuch (y que Warner publicó localmente) es un hecho trascendente. Aquí, la Unity Band se convierte en Unity Group, y al viejo cuarteto se agrega Giulio Carmassi. Pero, sobre todo, las distintas caras de Metheny se unen. Carmassi, un multiinstrumentista que va del piano a la trompeta, el canto, la percusión o la flauta dulce, le permite a Metheny, como alguna vez Pedro Aznar, contar con una paleta inmensa de recursos. Y la música transcurre con naturalidad entre lo finamente escrito, hasta los mínimos detalles, y la improvisación más estricta.

Como siempre en Metheny, se trata de algo difícil de componer, casi imposible de tocar y que, al mismo tiempo, se escucha con la mayor de las facilidades. El juego rítmico de “On Day One”, que abre el disco, la exquisita balada –casi estática– “Adagia”, el sentido melódico de “Born”, el ornettismo del comienzo de “Genealogy”, la liviandad de “Rise Up”, son parte de lo que convierte a este disco en uno de los mejores de Metheny. Está aquí el jazz más puro –y el mejor–, como en el solo de Potter, en saxo soprano, en “Sign of a Session”, o el de saxo tenor en “We Go On”, o el de Metheny en “Born”. Y también el “garage americano” de los discos con Mays. Dos mundos que, esta vez, lejos de rechazarse, se integran con naturalidad.


miércoles, 12 de febrero de 2014

González se mete con Zoot Sims

Jonio González, en algún momento entre 2009 y 2011, publicó en Cuadernos de Jazz, el siguiente artículo sobre uno de los grandes tenores de la historia, para su serie Second Line.

Second Line: Zoot Sims
      
Asegura Tom Waits que quien pase el tiempo suficiente en la carretera conocerá, más tarde o más temprano, un pianista manco. De ser cierto, quien pase más tiempo aún quizá tope con el fantasma de Jack Teagarden, tendido en el lecho de un cuarto de hotel, en una ciudad perdida, junto a una botella de Wild Turkey.


Swingin' the Road
Cerca de ese hotel, o de alguno parecido, encontrará también otros fantasmas, el de tantos músicos de jazz que, como parte del tributo que éste solía exigir, iban de un lugar a otro, año tras año, intentando ganarse la vida mientras creaban la música más bella del siglo. Zoot Sims fue uno de ellos.

John Hanley Sims nació el 29 de octubre de 1925 en Iglewood, California. Hijo de Pete Sims y Kate Haley, artistas de vodevil, estaba acostumbrado a que su padre permaneciese ausente largas temporadas y a las estrecheces económicas pero, según sus propias palabras, era feliz en un hogar donde todo el mundo "cantaba, bailaba y tocaba algún instrumento". Los suyos eran la batería (que aprendió a tocar en la escuela) y un viejo y torcido clarinete que al cabo de tres años fue reemplazado por un saxofón tenor marca Conn, regalo de la señora Sims. Entretanto, comenzó a vender su alma al jazz frecuentando la colección de discos de su hermano, Ray, cuatro años mayor que él y, con el tiempo, un trombonista apreciable, ausente de cualquier enciclopedia, que integraría las orquestas de Les Brown, Benny Goodman y Harry James. Entre aquellos discos de pasta, Zoot (todavía Jack) descubrió a Basie, a Ellington y al propio Goodman, a la vez que quedaba marcado por sonidos tan opuestos y complementarios como los de Lester Young y Ben Webster.


En 1940 abandona el instituto y entra en la orquesta de Ken Baker, establecida en Los Angeles, donde se convierte en músico profesional y obtiene su apodo: Baker ponía nombres más o menos graciosos delante de cada atril, y a Sims le tocó en suerte el de Zoot. Dos años más tarde, con diecisiete, emprende su primer viaje a través del país al unirse a la formación de Bobby Sherwood, trompetista californiano de cierta fama en su tierra por entonces: "Aprendí unas cuantas cosas, entre ellas a leer música." (Quien quiera saber cómo sonaba esa banda y en particular Zoot Sims, que interpreta un breve solo en una versión de "The Man I Love", puede recurrir a 1942-1945 Live Broadcast with Zoot Sims, editado en 2001 por Soundcraft Classics.) A la orquesta de Sherwood siguen las de Bob Astor, Sonny Duham, Benny Goodman (que lo admiraba por encima de casi todos los tenores y con quien colaboró en tres períodos a lo largo de su vida profesional), Big Sid Catlett... y más tarde Woody Herman, Artie Shaw, Buddy Rich, Stan Kenton, Gerry Mulligan, Charles Mingus, Duke Ellington, Ernie Wilkins, Quincy Jones... Todo ello a lo largo y ancho del país, además de giras por Europa, la Unión Soviética (con Goodman en 1962) o Australia.
 

¿Qué buscaban, o encontraban, en Sims todos estos directores, tanto los olvidables como los olvidados, los funcionales como los geniales? Un sonido límpido, una comprensión cabal del swing como elemento esencial del jazz, la espiritualidad de Young (y sus arpegios en los tiempos rápidos) y la carnalidad de Webster, la sutil manera de supeditarse al contexto sin sacrificar un ápice de poesía. Y se equivocan quienes, como Jean-Loup Auvray, afirman que prefería las grandes formaciones a las pequeñas. Al respecto, en 1965 Sims declara a Les Tomkins: "Me siento tan cómodo en unas como en otras. Pero prefiero las pequeñas. En ellas encuentras mayor libertad, sobre todo si eres el líder. Puedes tocar lo que te plazca, en el tempo que quieras." Y es así como, tras grabar para Commodore en 1944 como miembro del combo del pianista Joe Buskhin, Sims participa, durante los 45 años que duró su carrera, en numerosos registros de grupos pequeños, en más de cincuenta ocasiones como líder, pero también junto a Miles Davis, Clifford Brown, Bill Evans, Roy Eldridge, Al Cohn, Johnny Smith, Gerry Mulligan, Joe Newman, Bob Brookmeyer, Stan Getz, Sonny Stitt, Hank Jones, Jimmy Rowles, Art Pepper, Bobby Hackett, Joe Venuti, Eddie “Lockjaw” Davis, Dave McKenna, Oscar Peterson, Clark Terry, Joe Pass y, por increíble que parezca, un largo etcétera. 

Entre tanto material, y considerando que, como se ha señalado más de una vez, Zoot Sims "nunca grabó un disco malo", el aficionado puede centrarse en sus colaboraciones con Woody Herman, Al Cohn, Bob Brookmeyer o Gerry Mulligan, así como en un puñado de los excelentes registros a su nombre. Con Herman integró, entre 1947 y 1949, los Four Brothers del "segundo rebaño", conjuntamente con Stan Getz, Herbie Steward (luego Al Cohn) y Serge Chaloff. Con ellos protagonizó esa pequeña revolución, debida a los arreglos de Gene Roland, consistente en yuxtaponer, sucesivamente, sonoridades semejantes (carentes de vibrato, distentidas, casi intangibles). En esta etapa con Herman surgen dos relaciones fundamentales para Sims, tanto en un sentido musical como de amistad; las que inicia con Al Cohn (con quien ya había coincidido en la orquesta de Artie Shaw) y Jimmy Rowles. Con el primero forma un dúo alquímico de saxos tenor con el que recorrerá el país en un itinerario que une Nueva York con Filadelfia, Boston, Cleveland y Chicago, ofreciendo un swing arrollador y una música, en suma, armónicamente perfecta, en la que el sonido sin asperezas de Cohn se complementa a la perfección con el algo más texturado de Sims. Con el segundo se encontrará varias veces, sobre todo hacia el final de su carrera, en discos en los que Sims parece tomar de la mano al oyente y, como ha escrito Benny Green, conducirlo hacia los secretos últimos de la melodía. Antes de ello, las citadas colaboraciones con Mulligan, en el sexteto pianoless y en la Concert Jazz Band, y con Brookmeyer, así como con su admirado Sonny Stitt, para quien reclamaba una atención quizá en el saxo alto exagerada, pero comprensible en el tenor. 

Zoot Sims murió de cáncer en 1985, no sin antes dejarnos un precioso homenaje a Johnny Mandel. Quince años atrás se había casado con la periodista Louise Ault y había abandonado el alcohol, ese generoso compañero de ruta que no suele dejar factura sin cobrar. Su sonido se había vuelto más pleno y cálido, su frescura seguía intacta, transmitía felicidad con cada nota, y un punto de melancolía. "El jazz lo ha sido todo en mi vida", declaró en una ocasión. De ser cierto esto, Zoot no ha muerto, pues como todo artista verdadero permanece en la particular visión de la belleza que nos ha legado.

Discografía escogida

Como líder

1956: Zoot (Argo)
1956: Plays Alto, Tenor and Baritone (ABC Paramount)
1956: The Art of Jazz (Seeco)
1956: Morning Fun (Black Lion)
1975: And the Gershwin Brothers (Fantasy)
1976: Soprano Sax (Pablo)
1977: If I'm Lucky (Pablo)
1978: For Lady Day (Pablo)
1978: Warm Tenor (Pablo)
1979: The Swinger (Pablo)
1983: Suddenly It's Spring (Pablo)

Con Wody Herman
1947: The Thundering Herds 1945-1947 (Columbia)
1949: Keeper of the Flame (Capitol)

Con Stan Getz
1949: The Brothers (Fantasy)

Con Clifford Brown
1954: Jazz Immortal (Pacific Jazz)

Con Al Cohn
1956: From A to Z (RCA Victor)
1957: Al and Zoot (Coral)
1960: You 'n' Me (Mercury)
1973: Body and Soul (Muse)

Con Bob Brookmeyer
1956: Whooeeee (Storyville)
1958: Stretching out (United Artists)

Con Gerry Mulligan
1957: The Gerry Mulligan Songbook (Pacific Jazz)
1960: The Complete Verve Gerry Mulligan Concert Band Sessions (Mosaic)


Con Sonny Stitt
1965: Inter-Action (Cadet)

domingo, 9 de febrero de 2014

Una nueva generación de talentosos músicos argentinos de jazz que recurre a otras formas de circulación de la música

Bayón, Leibson y Dawid
“Si la cantidad de lanzamientos digitales del género dan como para hablar de un fenómeno, lo que en verdad importa es la calidad. Hay que prestar atención a trabajos como los de Juan Manuel Bayón, Fran Cossavella, Mauricio Dawid y Santiago Leibson, entre muchos otros”, dice Diego Fischerman, en una nota de tapa de la sección Cultura y Espectáculos del diario Página 12 del 7 de febrero pasado.

 

La web como forma de que el jazz siga vital


Para Hemingway, “la dignidad del movimiento de un iceberg se debe a que sólo un octavo asoma fuera del agua”. Dejando de lado los aspectos valorativos, podría pensarse en los mismos términos con respecto a los movimientos de la cultura. Y si aparentemente de la nada aparece, por ejemplo, una nueva camada de músicos de jazz en una ciudad tan alejada de los centros como Buenos Aires, con un conjunto llamativo de ediciones discográficas de un nivel notable y, además, recurriendo a maneras de producción y circulación nuevas para el mercado, habría que pensar, necesariamente, que hay por lo menos siete octavos de la cuestión que, en principio, permanecen bajo la superficie.

Los primeros llamados de atención son, como siempre, dispersos. Un músico habla de algún otro. Ciertos nombres, al comienzo desconocidos, empiezan a ser escuchados con insistencia. Un maestro menciona a cierto alumno. Y, como si se empezara a bucear, lentamente, alrededor del iceberg, empieza a aparecer, en páginas de Internet que a su vez llevan a otras, en huecos de conversaciones que antes pasaban inadvertidas, un universo de referencias y un proceso de solidez contundente. El detonante puede ser, como sucedió en este caso, las encuestas publicadas en la red por el blog de la disquería Minton’s y por El Intruso. Allí, varios de los músicos consolidados de la escena del jazz local mencionaban discos nuevos, de músicos nuevos y, como si fuera poco, agregaban: “Pero creo que sólo se puede comprar para bajar”. O sea, discos que prescindían del disco. O, por lo menos, de ese objeto tal como había sido concebido por una industria que, salvo ocasionales acercamientos, más guiados por el espanto que por el amor, cada vez aparecía más esquiva a cualquier género musical que no fuera masivo.

Pero, por debajo de la línea de lo visible, hay fenómenos como la creación y continuidad de la carrera de jazz del Conservatorio Manuel de Falla –una línea que va de profesores a alumnos y que ya abarca varias generaciones–, un festival de jazz de Buenos Aires que ha encontrado un estilo y que funciona como referencia real para músicos y oyentes y, como paisaje de fondo, una posibilidad de actualización de la información inédita. “Sin YouTube hubiera sido imposible que fuera la cantidad de gente que fue a escuchar a Tim Berne y que supiera de qué se trataba”, dice el pianista Santiago Leibson, una de las más recientes revelaciones del jazz argentino, en relación con la actuación del saxofonista en el último Festival de Jazz pero, sobre todo, acerca de las maneras en que circula la información gracias a la red virtual.

Juan Manuel Bayón
“Creo que las dos cosas están conectadas”, dice el contrabajista Juan Manuel Bayón, uniendo la existencia de nuevas músicas y de nuevas formas de comercialización. Él es uno de los que ocupan un lugar transicional. De una generación distinta que los ya consagrados –Adrián Iaies, Ernesto Jodos, Enrique Norris, Carlos Lastra e incluso los más jóvenes Paula Shocrón, Mariano Loiácono o Francisco Lo Vuolo–, ha tocado con varios de ellos. Pero también aparece formando parte de algunas de las nuevas aventuras, como el excelente El límite de la conciencia, del baterista Fran Cossavella, donde también tocan el pianista Santiago Leibson y el saxofonista Juan Presas. Ese disco, junto a Amón, del trío de Leibson (con Maximiliano Kirszner en contrabajo y Nicolás Politzer en batería); Sonora, del contrabajista Mauricio Dawid (con Federico Lazzarini en trompeta, Misael Parola en saxo alto, Tomy Fares en piano y Cossavella en batería), y Se muta, del guitarrista Damien Poots (con Sergio Wagner en trompeta, Juani Méndez en saxo tenor, Dawid en contrabajo, Cossavella en batería y, como invitado en un tema, Fares en teclados), son los que el sello Kuai tiene ya en existencia (virtual). Dawid, uno de los creadores del emprendimiento, cuenta que están ajustando cuestiones que tienen que ver con la posibilidad de venta: hasta ahora el mecanismo era únicamente a través de PayPal, pero eso no permitía las compras con tarjetas de crédito argentinas, que con ese medio están interdictas para las operaciones locales. Y también menciona que el catálogo se ampliará de manera notable en los próximos meses, con una segunda tanda que incluye discos del saxofonista Miguel Crozzoli, el del guitarrista Francisco Slepoy, otro de Cossavella (esta vez con el grupo Kybalión, con Crozzoli y Leibson) y el del baterista Pablo Díaz, además de las nuevas producciones de Bayón y de Paula Shocrón.

Bayón remarca que más allá del proyecto cooperativo, y “de encontrar un marco colectivo para proyectos individuales”, se trata de una verdadera comunión de artistas, con objetivos comunes y con múltiples puntos de contacto, aunque naveguen por estéticas diversas. De hecho, todos ellos participan también del Colectivo de Compositores. “Somos 40 o 50 músicos, de entre 20 y 30 y pocos años, que estrenamos obras”, explica Bayón. Cada quince días se sortean dos autores, que componen para tocar a primera vista, sin ensayo previo, en un lugar llamado La Playita, en Roseti 122. “Se trata más de ensayos abiertos que de conciertos –dice el contrabajista–, pero eso nos permite un ejercicio y un intercambio que resultan riquísimos.”

Mauricio Dawid
En la charla que Bayón, Dawid y Leibson mantienen con Página/12 se habla, obviamente, de la industria discográfica. “Es un momento raro”, sintetiza el primero de ellos. “Por una parte, cada vez es más barato y más fácil grabar un disco; por otra, es cada vez más difícil venderlo.” Y es que, a pesar de todo lo que se dice, para los músicos el disco sigue teniendo un valor simbólico muy alto. Y, para los oyentes más dedicados, hay allí, también, algo irreemplazable. “Tenemos el deseo de grabar discos que se puedan hacer, que muestren lo que hacemos, y cuya venta cubra los gastos”, apunta Dawid. “Queremos, sobre todo, poder difundir lo que tocamos”, agrega Leibson. “Internet propone un infinito de sobreestimulación y hay que ver cómo se hace para poder asomar la cabeza en ese mundo”, reflexiona Bayón, quien enfatiza, además, que no se trata sólo de tener un sello, sino de que exista un portal virtual y que la música pueda, también, ser escuchada online. Dawid explica: “Para nosotros es fundamental que eso esté muy activo, que siempre se esté subiendo música nueva y que posibilite que se haga una red; que por un disco la gente llegue a otro”.

Para Bayón, “hay una puerta que abrió el Quinteto Urbano. Y también Escalandrum. Y, por supuesto, Jodos y Norris. Ellos mostraron caminos donde la composición se liga con proyectos creativos. Que la única posibilidad del jazz no era juntarse a tocar, eternamente, sobre los standards (los temas clásicos del género). Por supuesto que también lo hacemos. Y es parte de nuestro aprendizaje. Pero entendemos que la composición es algo vital, ya no sé si para el jazz, pero para nosotros seguro que sí.” Leibson, por su parte, señala algo que, escuchando los discos de estos músicos, resulta llamativo. “Me parece que muchos de nosotros estamos en una búsqueda similar. Los estilos son distintos, pero a todos nos preocupa integrar la escritura y la improvisación.” Si se mira el panorama de lo publicado –o puesto en circulación– últimamente, hay que contabilizar, también, aquello que los músicos editan de manera independiente –e individual–, como el excelente Rodrigo Agudelo y La Salamanca, donde este guitarrista y autor –también aquí el sesgo compositivo resulta relevante– toca con Fares alternándose en el teclado con Alan Zimmerman, Hernán Merlo en contrabajo, Pablo Moser en saxos tenor y soprano, Cossavella en batería y Leonel Cejas como contrabajista invitado en un tema. O El imperio de las luces, de Andrés Hayes (editado por Sofá Records). O No Fear, de Fernández 4 (Cirilo Fernández, Pipi Piazzolla, Mariano Sívori y Nicolás Sorín). Y, también, lo que ponen en circulación sellos casi unipersonales, como Rivorecords –que este año publicó el magnífico Hot House del noneto del trompetista Mariano Loiácono; Goodbye, de Adrián Iaies; See See Rider, de Paula Shocrón, y Backstage Sally, de Alan Zimmerman y Sergio Wagner–, o BlueArt, que lanzó dos producciones excelentes: Bondades, de Suárez, Socolsky, Heinrichsdorff y Dawidowicz, y Vuelos, del contrabajista Horacio Fumero en trío con Loiácono y el pianista Diego Schissi.

Parte de los siete octavos del iceberg que permanecen bajo la superficie tiene que ver con algunos músicos que, cada tanto, remueven el avispero tanto por su manera de tocar, o de formar grupos e integrar unos intérpretes con otros, como por la información (y la actualización de esa información que ponen en juego). Los boppers de los ’50 –los hermanos Barbieri, Lalo Schifrin, Horacio Malvicino–, por ejemplo, transformaron no sólo el universo de los nombres a tener en cuenta, sino lo que se escuchaba en Buenos Aires. Un guitarrista radicado desde hace años en España, Guillermo Bazzola, fue uno de los que, más recientemente, incorporó a la enciclopedia colectiva nombres propios, y maneras de entender la frase, la subdivisión rítmica y la armonía, que hoy ya son corrientes, pero que resultaban absolutamente nuevas hace veinte años. Jodos, que siendo muy joven tocó con él, continuó esa línea. Hoy, para el universo del jazz local, Andrew Hill o Paul Bley son casi una lengua franca. Y hay alumnos de Jodos (Shocrón, Lo Vuolo y, más cerca, Leibson), de Loiácono y de Norris, y discípulos de sus discípulos que ocupan –o comienzan a hacerlo– lugares centrales en la creación actual.

Cuando se habla de la vitalidad de un género o de su merma, suele confundirse la creación con el consumo. Y es que, aun cuando en última instancia se conecten y estimulen mutuamente, no es lo mismo que una ciudad produzca su propia música o que no lo haga. Bayón, Dawid y Leibson coinciden en ponerse al margen de cualquier búsqueda impostada de localismos musicales. Y, sin embargo, quizá simplemente porque tocan unos con otros y porque comparten una cierta enciclopedia –o porque, aunque no quieran mimetizarse con ello, hay un cierto aire que todos respiran–, su música suena distinta de la que se hace en Manhattan, París o Chicago. Hay algo allí –como lo había en el Gato Barbieri, que era rosarino y viviría en Europa y en los Estados Unidos– indefiniblemente porteño. Ya la cantidad de lo que se publica de manera independiente, por sí sola, alcanzaría para hablar de un fenómeno. Pero lo realmente importante no es eso sino la calidad. Todos los discos mencionados, se los compre o no, pueden ser escuchados online. Vale la pena hacerlo.


martes, 4 de febrero de 2014

Lo mejor de 2013: una opinión de Diego Fischerman

Sin la restricción sufrida por Jonio González, dado que se trata de su blog (Fischerman’s Tales), Diego Fischerman aprovecha y se despacha a gusto, recomendando los discos que más le gustaron de 2013. Son los que siguen… Ah, y al día siguiente se acordó de más.

Algunos

No pretenderé, a esta altura de mi vida, nombrar todos, ni asegurar que son los mejores, ni, mucho menos, darles un improbable orden de mérito. Tampoco me ceñiré a un número fijado de antemano. Ahora mismo no sé si serán treinta, cien o doscientos treinta y ocho. Esta será, simplemente, una lista (podría haber otras y tal vez las haya) de algunos de los discos que me gustaron mucho en 2013. Se tratará, sobre todo, de Cds publicados en ese año pero habrá algunos de 2012, dos o tres que sólo pueden bajarse de Internet –de manera paga, desde ya–, algunas reediciones y, también, algunas re escuchas y re descubrimientos, en el sentido más cabal del término. 

Por lo pronto, hay dos discos en los que toca el vibrafonista Jason Adasiewicz que no llevaría a una isla desierta, porque allí no sabría qué hacer con ellos salvo arrojárselos a las gaviotas con la esperanza de decapitar alguna con vistas a una buena cena solitaria e insular, pero que sin duda están entre mis preferidos del año: Unknown Known, del contrabajista Joshua Abrams (en el sello Rogue Art, con un grupo que completan David Boykin en saxo tenor y Frank Rosaly en batería) y Aquarius, de la notable flautista Nicole Mitchell con su grupo Ice Crystals, que, curiosamente o no, es casi el mismo del anterior –Adasiewicz, como se dijo, Abrams y Rosaly– (en el sello Delmark).  

Antes de entrar en algunos terrenos más o menos polémicos y en otros que requieren (creo) algunas explicaciones, vienen a mí algunos discos de música de tradición académica que no deberían perderse de vista (y de escucha): la edición que el sello Naxos está publicando de las muy subestimadas sinfonías de Heitor Villa-Lobos, por la Sinfónica de San Pablo con dirección de Marin Alsop, el disco con obras de Henri Dutilleux que publicó Deutsche Grammophon poco antes de la muerte del compositor, con luminosa dirección de Esa-Pekka Salonen y la deslumbrante actuación solista de la soprano Barbara Hannigan y el cellista Anssi Karttunen, los cuartetos para cuerdas de Salvatore Sciarrino, por el Cuarteto Prometeo (Kairos), el Sexto Libro de Madrigales de Carlo Gesualdo por La Compagnia de Madrigale (Glossa), los Conciertos Brandeburgueses de Johann Sebastian Bach por el Dunedin Consort (Linn), la versión delConcierto para cello y orquesta de Antonin Dvorak por Steven Isserlis y la Orquesta Mahler dirigida por Daniel Harding, las obras tardías para piano de Ferruccio Busoni por Marc-André Hamelin y las geniales canciones incluidas en La Voir Dit, de Guillaume de Machaut, por el Orlando Consort (los tres en Hypérion), y el disco con canciones de Hanns Eisler por el barítono Matthias Goerne, junto al Ensemble Resonanz y el pianista Thomas Larcher (Harmonia Mundi).

En el terreno del jazz argentino, las cuidadísimas ediciones de Rivorecords tuvieron como protagonistas a Paula Shocrón en See See Rider, un excelente disco solista, Adrián Iaies, también solo, en Goodbye, donde logra una suerte de síntesis reconcentrada de sus rasgos estilísticos, Backstage Sally, de Alan Zimmerman y Sergio Wagner y, lejos del último lugar en importancia, una producción saludablemente atípica para la Argentina. Con muy buenos arreglos y magníficamente tocado, Hot House, del trompetista Mariano Loiácono al frente de su noneto, tanto por su calidad como por la excepcionalidad, cambió el nivel de medida para el jazz argentino. Hay una subcategoría a la que siempre le tuve un poco de tirria, lo confieso: la de las cantantes. La desconfianza tiene que ver con ese aroma, hasta ahora inevitable para mí, a cantante de tango japonés. Es decir, por más bien que una cantante haga lo mismo que antes hicieron Abbey Lincoln, Shirley Horn, Carmen McRae o la Santísima Trinidad (Billie, Ella y Sarah), ¿cuál es el sentido? Dos ediciones del último año me obligan a poner entre paréntesis mis cuestionamientos. Walkin', de Barbie Martínez (un repertorio inteligentísimo y lecturas notables de "Peace" de Horace Silver y del tema que da título al CD, de Mary Lou Williams), y Suddenly, de Georgina Díaz (resulta difícil olvidar su "Amor y decepción", de Sergio Mihanovich, con la introducción del contrabajo tocado con arco por Damián Falcón y el magnífico solo de Rodrigo Agudelo en guitarra) con buenos músicos, espacio para la interacción y estilos propios hacen que sus versiones valgan la pena. 

Y, de paso, una generación y un fenómeno nuevo: discos que sólo pueden descargarse de Internet (en FLAC o MP3). El de Rodrigo Agudelo y La Salamanca (composiciones tan interesantes como sus desarrollos, o lo contrario, lo que, en cualquier caso, es mucho y bueno), Amon, del trío del pianista Santiago Leibson con Maximiliano Kirszner en contrabajo y Nicolás Politzer en batería,Sonora, de Mauricio Dawid, y el originalísimo y complejo El límite de la consciencia, de Fran Cossavella (también toca allí Leibson, junto a Juan Manuel Bayón en contrabajo y Juan Presas en saxo tenor), están entre lo más interesante de los últimos tiempos. Y vayan, como bonus tracks, dos producciones que, por unos u otros motivos, exceden los límites del jazz (pero los incluyen): el muy buen trabajo de Juan Cruz de Urquiza alrededor de Charly García (Indómita Luz, Vinilo Discos) y Al sur del Maldonado, del siempre creativo –y abierto musicalmente y pertinazmente porteño– Pollo Raffo (PAI).  

En el ámbito del jazz internacional hay alguna que otra discusión que suele agitar las tranquilas aguas por las que transitamos los que compramos discos de jazz (y, diría, en particular los que los compramos en Minton's, en la Galería Apolo, Corrientes entre Uruguay y Talcahuano, y formamos parte de una misteriosa cofradía en la que priman la amistad y el respeto por los desacuerdos –a pesar de la mala fama de alguno de los contertulios–). Una de ellas es el lugar que tiene (o no tiene) el sello ECM en el actual concierto estético del género. Los argumentos en contra, que no discutiré, son que hay otros sellos (Clean Feed, Rogue Art, la serie New Talent de Fresh Sound entre los más notorios) por donde pasan las verdaderas novedades del momento y que ECM, incluso cuando incluye en su catálogo a algunos de los músicos más emparentados con las tendencias más modernas, lo hace una vez que ya han sido convalidados por una cierta corriente central del mercado. Mi argumento es que, si al momento de recordar qué discos nos movieron el piso, nos emocionaron o nos brindaron infinito placer a lo largo de todo un año, siempre hay cuatro o cinco de ECM y eso sucede, además, desde hace unos cuarenta años, de manera continuada, se trata de un gran sello, sin perjuicio de la existencia (bienvenida) de tantos otros. Mis ECM del año son, en todo caso, unos cuantos: The Sirens, de Chris Potter con Craig Taborn, David Virelles, Larry Grenadier y Eric Harland,  Chants, del trío de Craig Taborn (con Thomas Morgan y Gerald Cleaver), Hagar's Song, de Charles Lloyd y Jason Moran, Somewhere, del trío de Keith Jarrett, 39 Steps de John Abercrombie en cuarteto con Marc Copeland, Drew Gress y Joey Baron, Wislawa, del siempre admirado Tomasz Stanko con David Virelles, Thomas Morgan y Gerald Cleaver, y Snakeoil, de Tim Berne (otra de las polémicas del año, en parte motivada por una actuación en Buenos Aires que, para algunos resultó total o parcialmente decepcionante; en mi caso, más allá de que valoro, y mucho, lo que hace Berne, extrañé un mejor sonido de sala, que me permitiera escuchar con más claridad la interacción de los músicos, si es que la hubo). También pertenecen a ECM dos reediciones notables, las dedicadas a Special Edition y a Paul Motian.

Otro disco sobre el que hemos discutido entre amigos es Prism, de Dave Holland junto a Kevin Eubanks, Craig Taborn y Eric Harland. Se trata de una revisita consciente –y magistral, desde mi punto de vista– al jazz rock de los '70. Será por razones generacionales y de educación sentimental, como diría Flaubert, pero a mí es uno de los discos que más me gustó escuchar. En otro orden, varias ediciones sorprendentes, desafiantes e inmensamente placenteras ligadas a las tendencias más modernas del género; City of Asylum, de Eric Revis, Kris Davis y Andrew Cyrille (Clean Feed), Illusionary Sea, del septeto de la fantástica guitarrista Mary Halvorson (FH), Tornado, del cuarteto Kaze (Satoko Fuji en piano, Natsuki Tamura y Christian Pruvost en trompetas y Peter Orins en batería, publicado por Libra Records), Nourishments, del quinteto de Marc Dresser (Clean Feed), Dysnomia, de Dawn of Midi (Thirsty Ear) y One From None, del saxofonista Michael Blake junto al sobresaliente trombonista Samuel Blaser, Russ Lossing en piano, Michael Bates en contrabajo y Jeff Davis en batería (Fresh Sound New Talent). También, tres grandes nombres: Wayne Shorter en Without a Net (Blue Note), Gil Evans (in absentia) en el fenomenal trabajo de rescate de Ryan Truesdell en Centennial (ArtistShare) y John Coltrane en la reedición de Afro Blue Impressions. Y, en el final, un disco que hacía mucho que no escuchaba y que ha sido eclipsado por su ilustre antecesor, The Blues and The Abstract Truth. Pero, ¿qué disco podría no ser eclipsado por él? Créanme, More Blues and The Abstract Truth (Impulse), obviamente también de Oliver Nelson, debe volver a ser escuchado. Grabado en 1964, tocan allí Ben Webster, Phil Woods, Pepper Adams, Thad Jones, Roger Kellaway, Richard Davis y Grady Tate. Y las composiciones y arreglos, empezando por el perfecto "Blues for Mr Broadway", de Brubeck, son de primer orden.

Como decíamos ayer

...y, agrego, los Motetes de Bach dirigidos por Gardiner (Soli Deo Gloria), Cuadros de una exposición, de Mussorgsky, y Visiones fugitivas, de Prokofiev, por Steven Osborne (Hypèrion), Functional Arrhytmias, de Steve Coleman & Five Elements (Pi Recordings), Vértigo, de Escalandrum (Epsa), El imperio de las luces, de Andrés Hayes (Sofá Records), Improvocaciones, de Pablo Ledesma y Agustí Fernández (independiente), O cair da tarde, de Ney Matogrosso (un disco de 1997, dedicado a Villa-Lobos y Jobim, que nunca había escuchado antes y me deslumbró), y The Next Day, de David Bowie.