miércoles, 7 de enero de 2015

Una nota para pensar y discutir, cortesía de Jonio González

En uno de los últimos números de Cuadernos de Jazz, Jonio González se ha referido al “arte” de los directores de sellos discográficos y productores. Lejos de agotar el tema, sus reflexiones permiten considerar la dimensión que unos y otros tienen, así como hasta dónde llega su impronta.  

De sonidos y encuentros

Cuando el 23 de diciembre de 1938 Alfred Lion escucha a Meade Lux Lewis y a Albert Ammons en el Carnegie Hall en el marco del concierto Spirituals to Swing, decide que el arte de aquellos dos hombres merece ser inmortalizado, y que será él quien lo haga. Para ello toma una segunda decisión: fundar Blue Note y registrar, el 6 de enero de 1939 y en un solo día, ocho solos de Lewis, nueve de Ammons y un par de dúos.

Ambas decisiones resultaron trascendentales, sin duda, porque supusieron la aparición de uno de los sellos discográficos más importantes de la historia del jazz, si no el más importante. No obstante, Lion tomó también una tercera decisión, que justifica más que las dos anteriores la última afirmación: dar a los músicos toda la libertad posible para que se expresaran.
Alfred Lion y Hank Mobley

Esa libertad, sin embargo, debía ceñirse al gusto del propio Lion: tal la condición para que éste aportase el dinero necesario para llevar al vinilo aquello que el músico quisiera expresar. Y no busquemos en ello veleidades o tiranías por parte del exiliado productor berlinés: el dueño de un sello graba, en primer lugar, aquello que le gusta, en el sentido más amplio de la palabra, el cual puede incluir de razones puramente estéticas a comerciales. Y es en ese producir lo que le resulta atractivo donde el productor encuentra, al modo de Duke Ellington con sus músicos, una manera de expresarse a sí mismo: su catálogo será su obra. Pero ¿hubo otros condicionamientos por parte de Lion, cuya máxima aspiración era proteger la libertad de sus pupilos? Seguramente, como debió de haberlos por parte de Ike Quebec o, más tarde, Duke Pearson en su condición de directores musicales, o incluso, a partir de octubre de 1953, por la llegada de Rudy Van Gelder como ingeniero de grabación y con él el emblemático sonido Blue Note, hecho de técnica (incluida la estratégica ubicación de instrumentos y micrófonos), sensibilidad, contundencia, calidez y una rara ensambladura entre los instrumentos que parecía definida por el romo espacio sonoro que los separaba. Sin embargo, ninguno de los muchos músicos que pasaron por sus estudios (o por el salón de la casa de Van Gelder) dejaron de sonar como ellos mismos, si acaso más maduros (como Wayne Shorter o Miles Davis, por poner dos ejemplos), pero siempre identificables, de Bud Powell a Andrew Hill pasando por John Coltrane, Kenny Burrell, Sonny Rollins, Horace Silver, Eric Dolphy o un larguísimo etcétera.

John Coltrane y Bob Thiele
A lo largo de la historia del jazz ha habido otros Alfred Lion, productores y dueños de pequeños sellos discográficos dispuestos a ponerse al servicio del artista pero que no han podido evitar aportar su toque particular, su marca de la casa, su sonido propio, reconocible. Algunos, como Bob Thiele en Impulse!, potenciaron lo que tenían entre manos (en su caso nada menos que John Coltrane) y evolucionaron en paralelo, uniendo a lo que acabó por convertirse en algo muy parecido a un proyecto que superaba lo discográfico, voces coincidentes (Dolphy, Shepp, Ayler) al tiempo que hacía compartir atmósferas, y con ellas un sonido si se quiere menos profundo, más duro que el de Blue Note (incluso en los numerosos casos en que el ingeniero de sonido era también Van Gelder), a clásicos como Ellington o Hawkins. Otros, como Nils Winther, parecen limitarse a sostener, con la mayor luminosidad posible, el silencio en que emerge la música de sus artistas, dejando que sean estos quienes lodefinan. Los hay, por fin, que como Creed Taylor, mucho más en CTI, donde tenía libertad absoluta, que en Verve o Impulse!, donde sólo pasó un año (que no obstante le alcanzó para producir The Blues and the Abstract Truth), crean un sonido propio llegando a algo así como pactos sonoros con los músicos. Es indudable que creadores como Milt Jackson, Freddie Hubbard o Jack DeJohnette se sumaban a los planes de Taylor, pero también lo es que cada uno de ellos, sin dejar de adaptarse al contexto, conservó (en discos como Sunflower, Straight Life, Red Clay y tantos otros que marcaron una época) su sonido propio, su personalidad, su impronta artística. (Queda para otra ocasión un homenaje a héroes más o menos románticos como los citados y Bill Graner, Norman Granz, Orrin Keepnews, Lester Koening, Dick Bock, etc).

Keith Jarrett y Manfred Eicher
Existen casos, sin embargo, en que el productor o propietario de un sello no da forma a un catálogo como si de su obra se tratara, sino que concibe ese catálogo como la suma de obras de las que ha sido mentor, gestor y en buena medida ejecutor. Manfred Eicher es uno de ellos. Antiguo estudiante de la Academia de Música de Berlín y asistente de grabación de Deutsche Grammophon, descubridor del jazz gracias a Bill Evans, ha creado uno de los sellos más prestigiosos ateniéndose, según declaraciones a Stuart Nicholson, de JazzTimes, a una premisa: “Buscar una aproximación poética a la música.” Esta aproximación supone la creación de “esculturas sonoras”, para emplear palabras del propio Eicher, a fuerza de, seguimos citando, reflexión, contemplación, lucidez, transparencia y control. Y, en efecto, es en estas cinco columnas sobre las que se sostiene el sonido ECM. Un sonido que encontró su mejor representante en Keith Jarrett y su propio tópico, cuando no caricatura, en el noruego Jan Garbarek, para quien, por sonrojante que suene, la música procedente de los países nórdicos debe alejarse del jazz americano reflejando la “quietud y tranquilidad” que rodea a sus creadores, imaginamos que sin excepción.

Giovanni Guidi

A lo largo de los años, Eicher ha producido los mejores discos, o algunos de ellos, de músicos como el citado Jarrett, Dave Holland, el Art Ensemble of Chicago, Enrico Rava o Gianluigi Trovesi, y lo ha hecho impregnándose de su estética, comprendiendo ésta en profundidad así como el momento creativo por el que pasaba el propio artista. En otros casos, como los de Mark Turner, Dino Saluzzi o Anouar Brahem, ha sabido dar con el clima acorde para potenciar todo su arte y, en el caso de los dos últimos al menos, definir una sonoridad y unas atmósferas que han resultado ser síntesis y revelación. Pero también ha habido de lo otro, de ese control que más que invitar a la contemplación y la serenidad conmina a ellas; de esa obsesión por lo camerístico y lo (adocenadamente) íntimo; de la abundancia en el estudio de grabación de frases del tipo: “¿Estás seguro de que esto es lo que quieres hacer?”. Así, en los últimos años hemos visto que músicos prometedores o ya establecidos como Giovanni Guidi, Aaron Parks o Colin Vallon han abandonado, en parte o totalmente, su voz para convertirse en una suerte de sinsontes. (No mencionamos a otros como Charles Lloyd, Ralph Towner, Marcin Wasilewsky o Tord Gustavsen, por lo demás excelentes músicos, porque siempre parecieron estar en la órbita estética de ECM, que los sumó a su staff de forma tan natural como lógica). Veamos el ejemplo de Guidi. En discos como Tomorrow Never Knows (Venus Records, 2008) o We Don't Live Here Anymore (CamJazz, 2011, uno de los más interesantes de dicho año) demostraba serenidad, concentración y atención al detalle, pero también fogosidad, dominio del swing, ironía. Sin embargo, en su último trabajo, City of Broken Dreams (ECM, 2013), se dedica, casi exclusivamente, a desarrollar los primeros aspectos citados, haciendo hincapié, nos recuerda la propia discográfica, en un “implacable refinamiento”, añadimos que con referencias más que previsibles al pianismo clásico y la música de cámara. El pianista de Foligno, pues, ha dejado por el camino una parte muy importante de su personalidad, colorido, vigor y luz.

Steffano Bataglia
Otro tanto, y quizá de forma más dramática, si se quiere, ha ocurrido con pianistas como Stefano Battaglia y Aaron Parks. En su etapa Splasc(h), Battaglia demostró ser dueño de un universo, si no particularmente personal, sí sólido y teñido de blues, aunque con cierta tendencia a las digresiones. Tal vez por esto último, tal vez porque en el primer volumen de los dos que dedicó a las composiciones de Evans (Bill Evans Compositions, Splasc(h), 1992) tenía una versión de Loose Bloose que remitía directamente a Jarrett, fue fichar por ECM, olvidarse del blues (algo preceptivo cuando del sello de Eicher se trata) y adoptar un lenguaje cercano a la ventriloquia, como puede comprobarse en RE: Pasolini (ECM, 2007) o, especialmente, Raccolto (ECM, 2005) y Songways (ECM, 2013). En cuanto a Parks, todo lo que nos hizo abrigar esperanzas en su debut como líder (Invisible Cinema,Blue Note, 2008), incluidos el entusiasmo, vivacidad, sentido del ritmo y gusto por la paradoja, acabó convertido en Arborescence (ECM, 2013) en un lenguaje tan bello como frío, tan elegíaco como previsible, tan camerísticamente dramático como anónimo. ¿Y qué decir de Collin Vallon o aun Chris Potter? Algo parecido a lo que hemos dicho de Giovanni Guidi. De las dos caras que Vallon había mostrado en discos como Les Ombres (Unit Records, 2004), la reflexiva y hasta renuente de temas comoAll Alone o el imaginativo neobop de La Condition Humaine, en Rruga y Le Vent(ECM, 2011 y 2014 respectivamente) encontramos sobre todo, y casi exclusivamente, lo primero, exacerbado a fuerza de lentitud, con lo que una de las dimensiones más interesantes del pianista suizo nos es hurtada. Algo parecido ocurre con Chris Potter, que en 2013 nos entregó el por lo demás estupendo The Sirens, pero no sin dejar fuera del estudio de grabación todas las aristas, el mayor número de vínculos posible con cualquier causticidad, los mismos que también forman parte esencial de su lenguaje.

Manfred Eicher

Podríamos extendernos y sumar ejemplos, de Paul Bley a Wolfgang Muthspiel pasando por Chick Corea o Pat Metheny, pero la cuestión seguirá sin resolverse. Algunas cosas parecen quedar claras, no obstante. Eicher, ambiguamente apasionado, ha creado un sello musical de referencia que ha acogido a algunos de los más importantes músicos de los últimos años, incluidos algunos de jazz. Más aun, este género siempre ha parecido tener mucha más presencia en su catálogo de lo que la realidad demuestra, como si se hubiera valido de ciertas premisas a priori adjudicables al mismo para prestigiar, promocionar o definir en parte una música que combinaba elementos diversos, del folk nórdico y el etnicismo menos agresivo al impresionismo, del minimalismo a la música de cámara, de la improvisación moderada al melodismo romántico, etc., todo ello definido por adjetivos como íntimo, reconcentrado, transparente, lúcido, lento, meditativo, sentimental, medido, gestual, atmosférico, etc. Y fueron esos elementos, esos colores, si se quiere, con los que Eicher construyó el sonido de su sello, y lo expresó, en una suerte de existencia artística vicaria, a través de músicos que coincidieron con sus preceptos o, sencillamente, se plegaron a los mismos por razones que podían ir del convencimiento a la conveniencia. Desde luego, quien esto escribe no es quién para quitarle el mínimo mérito a Manfred Eicher, merecedor de todos los elogios que se le brinden, pero sí resulta interesante constatar el modo en que una voz puede expresarse, silenciosamente, a través de otras voces, y la forma en que estas pueden cambiar su entonación, su color y, quizá, su razón de ser.