martes, 7 de abril de 2015

En el centenario del nacimiento de Billie Holiday


Diego Fischerman recuerda hoy en Página 12 el centenario del nacmiento de Billie Holiday. La bajada de su nota dice: “Antes de los 20 años ya era una celebridad. Y en poco más de dos décadas desarrollaría una de las carreras más notables del jazz. Tuvo una vida difícil y murió a los 44 años”.

La voz y el temblor de Lady Day

Hay un gesto. En realidad no es sólo ése, pero el momento en que se muerde, apenas, el labio inferior y asiente, después de la entrada de Lester Young, condensa un mundo. Ese instante en que apenas sonríe y se la ve inundarse de algo tan cercano a la música –y sólo a ella– a partir de una frase de blues que Lester repite dos veces y que toca como si no hubiera ninguna otra cosa en el mundo, como si antes no hubiera tocado Ben Webster y no existiera nada que no fuera un puro sonido puro; ese latido, ese mínimo temblor que ya presagia a su voz, es Billie Holiday.

La filmación fue realizada en diciembre de 1957 en los estudios Columbia, para un programa de televisión. El tema es “Fine and Mellow” y esa escena, y todo lo que la sigue (ella cantando, los solos del trombonista Vic Dickenson, de Gerry Mulligan en saxo barítono, de Coleman Hawkins en el tenor y de Roy Eldridge en trompeta y siempre Billie Holiday comentando para sí, con pequeños gestos, cada una de las intervenciones) pueden verse y oírse fácilmente en YouTube (https://www.youtube.com/watch?v=TaPIyo51cr4). Dos años después ella moriría, con 44 recién cumplidos. Habría, al final, unas grabaciones –y un disco mítico, Lady in Satin– que todos discutirían. Si existía en la realidad eso que Roland Barthes, trasladándose a la música desde la fotografía, llamaría “el grano de la voz”, allí estaba. En esos registros finales, tan imperfectos como geniales, donde cada nota, a la manera del gato de Schrödindger, era a la vez muchas notas; donde el sonido proliferaba en dimensiones múltiples, una cantante, Billie Holiday, trascendía cualquier idea anterior acerca de la belleza y la expresión. Esa voz era de una hermosura tal que se acercaba al terror. O lo contrario.

Su nombre era Eleonora Fagan Gough y nació en Filadelfia hace cien años. Su madre, Sadie Fagan, tenía trece años y su padre, Clarence Holiday, 15. El, que las abandonó apenas unos pocos meses después, era guitarrista y contrabajista y había tocado con la orquesta de Fletcher Henderson. Eleonora entró, a los diez años, en una escuela católica –de la que se escapó dos años después con ayuda de un amigo de la madre– y para ese entonces ya había sido violada. A los 12 años se mudó con su madre a Nueva Jersey y luego a Brooklyn. Allí colaboraba con ella en trabajos de ayuda doméstica, al principio, y luego comenzó a ejercer la prostitución. A los 15 cantaba en clubes y tres años después, el productor John Hammond, manager de Benny Goodman, simpatizante del Partido Comunista, luchador por los derechos civiles de los negros y gestor de su inclusión en la banda de su representado –donde tocaron Teddy Wilson y Charlie Christian– escribió sobre ella en una columna que tenía en un diario. Y llevó a Goodman a verla. El clarinetista la incluyó como solista en su grabación de “Your Mother’s son-in-law”, realizada el 27 de noviembre de 1933.

Fue una vida veloz. En la mejor tradición de las grandes cantantes de blues, como Bessie Smith y Ma Rainey y, sobre todo, teniendo en el oído el sonido de Louis Armstrong, Billie Holiday ya era una celebridad antes de cumplir veinte años. Y en poco más de dos décadas desarrollaría una de las carreras más extraordinarias del jazz. Ahora, varios sellos discográficos festejan el centenario de su nacimiento con ediciones conmemorativas, Cassandra Wilson le dedica su última producción y el promocionado José James hace lo propio. El Lincoln Center, a través de su programa de jazz, tiene previsto un festival con su nombre, que comenzará el jueves y terminará el sábado próximo con la nueva estrella Cécile McLorin Salvant haciendo sus canciones. Y el gran director y factótum del jazz institucional neoyorquino, Wynton Marsalis, dice a Time: “Hubo un año, cuando tenía 24, en que sólo escuché sus discos. Escuché todo lo que cayó en mis manos. Y cada día sólo la escuché a ella”.

En las vidas trágicas, y la de Billie Holiday lo fue –y así lo contó en una autobiografía que, por supuesto, no escribió ella y que, posiblemente, tampoco dijera toda la verdad–, la anécdota corre el riesgo de suplantar aquello por lo que se la convoca. Es decir, ni su infancia, ni la prostitución, ni las adicciones ni la muerte joven y desgarrada alcanzarían para hablar de otra cosa que los dolores del mundo si no fuera por su voz, por su manera revolucionaria de interpretar, por el repertorio ejemplar (y ejemplarmente afín a sí misma) que eligió y por ese puñado de registros inigualables e indudablemente vivos más de medio siglo después, desde los fundacionales en los sellos Columbia, Brunswick, Vocalion y Okeh, hoy publicados por Sony –entre los que están los realizados, en estado de gracia, junto a los grupos que para ella juntaba Teddy Wilson–, hasta los finales, en Decca y Columbia, pasando por su período en Commodore –allí grabó “Strange Fruit”, la canción que la revista Time entronizó en 1999 como la mejor del siglo– y su largo paso por los sellos de Norman Granz –hoy editados por Verve–.

Hay muchas canciones. Y hay más, mucho más, que una interpretación memorable. Frank Sinatra, cuya voz y estilo mal podrían asimilarse a los de Billie Holiday, decía sin embargo que ella era el ejemplo. Y es que nadie había logrado, como ella, apropiarse hasta tal punto de cada canción. Hacer que esas palabras pudieran significar tanto. “Un fruto extraño cuelga de los árboles del Sur galante./ Un cuerpo negro que se balancea en la brisa como en una pastoral/ los ojos saltones, la boca en una mueca/ el aroma dulzón de las magnolias y la carne quemada/ que a los cuervos les gusta picotear/ a la lluvia empapar y al viento balancear/ es el fruto de una amarga cosecha”, había cantado en 1939. Es posible que esa canción, escrita por Abel Meeropol, un maestro de escuela judío y comunista, haya sido la mejor del siglo XX. Lo que es seguro es que esa vez, como tantas otras, hubo una casualidad que cambió la historia para siempre. Meeropol, que escribía canciones con el seudónimo de Lewis Allan, compuso su “Strange Fruit” luego de ver la foto de un negro linchado. La cantaba en los mitines políticos que hacían en el Café Society, un bar del Greenwich Village. Ese fue, también, el primer lugar fuera de Harlem donde cantó Billie Holiday. Meeropol le hizo escuchar su canción y ella no se entusiasmó mucho. Sin embargo, consultó con sus músicos y dijo que podía hacerla, aunque no de esa manera “blanquita” –podría suponérsela, en esa primera encarnación, más cerca de las canciones de Kurt Weill y Bertolt Brecht que del blues–. El dueño del Café Society quería que Billie Holiday cerrara su show con esa canción. A oscuras y con apenas un foco sobre su cara. Ella la hacía en la mitad de su presentación. Alcanzaba. El café se llenaba. La revista Time, la misma que sesenta años después la llamó “la mejor del siglo”, publicó en ese momento una pequeña columna lamentando que la politización hubiera llegado al jazz y opinando que “Billie Holiday seguramente no entiende la letra que canta”. Otro gesto: los dientes apretados. Así cuentan que ella cantaba la historia de ese fruto extraño. Entendía la letra y la trituraba entre sus dientes y con los párpados entrecerrados. Y, qué duda cabe, la canción nunca habría sido lo que fue sin ella cantándola de esa manera. El jazz no sería lo que es, en todo caso, sin esa mujer a la que llamaron Lady Day.


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