jueves, 24 de marzo de 2016

Angélica Sánchez y Ethan Iverson en Nueva York, según Eduardo De Simone

Terminado el calvario de Jorge Fondebrider, ahora le tocó a Eduardo De Simone. Guillermo Hernández llevó a su hijo a un MacDonald’s de Merlo. El pibe pidió una cajita feliz, que le vino con un juguetito que no le gustaba. Hernández se fue a quejar a la caja y el chico que lo atendió le dijo que en todos los MacDonald’s era igual. Hernández vio en esa respuesta un deliberado ataque contra la libertad de expresión y, antes de ser desalojado por la fuerza policial, dijo que volvería con “los juguetes de verdad”. Por eso, ni lerdo ni perezoso, llamó a Eduardo De Simone y le dijo: “Te me vas a Nueva York y me traés una cajita feliz. Y guay con que la hamburguesa esté fría”. De Simone buscó entre sus corbatas la más adecuada y enfundado en ella tomó el primer avión para cumplir con el amable pedido del Guille. No sabemos en qué quedó la historia, pero al menos rescatamos la crónica de lo que De Simone hizo en su tiempo libre.

Nueva York, donde algunos la pelean y otros la resuelven fácil

Que en Nueva York hay decenas de shows de jazz cada día es algo que cualquier entendido tiene incorporado. Los mensuarios especializados anuncian más de 30 conciertos por día y en muchos se superponen horarios de músicos o grupos indispensables. Pero a nadie que viva en esta ciudad se le ocurre acometer una maratón para ver todo lo que se puede en pocos días. Aunque siempre hay algún desquiciado con sello mintoniano que aparece con esas pretensiones sin importar el frío, el tránsito, el jolgorio y la caravana turística. Aquí estamos.

Angélica Sánchez, con Michael Formanek y Tyshawn Sorey
La primera parada era The Stone, un ínfimo local en el East Village, donde la pianista Angélica Sánchez es artista residente por una semana. Esto es, toca todos los días en diferentes formatos y a distintas horas. El objetivo era verla en trío con el bajista Michael Formanek y el baterista Tyshawn Sorey. 

Sabiendo que el local era chico me apresuré a llegar temprano, aun al costo de una buena caminata porque el subway no pasa cerca. Para quienes no conocen The Stone, una idea gerenciada por John Zorn, se trata de un local en la esquina de la Avenida C y la 2nd Street, East Village. Nada hay en esa esquina que indique que allí funciona un establecimiento dedicado a la música, menos aún al jazz. Sólo hay una pequeña y dudosa puerta que podría ser la oportunidad de ingreso a una casa de cambio clandestina, a un garito o a un reducto de alterne. Acerando la vista al lugar donde debería haber un picaporte –que no lo hay– puede advertirse una casi invisible leyenda que dice The Stone. Nada más. Apremiado por el tiempo, me acerqué resuelto a la puerta, pero un joven que fumaba afuera me advirtió  que no debía apurarme. "Faltan 20 minutos para el show", lo alerté. "Sí, yo soy el encargado de cobrarle a los que vienen pero aún no vino nadie", respondió. Lo dejé terminar el cigarrillo y le pagué los 20 dólares que me franquearon el paso. Una vez adentro, comprobé que efectivamente sólo había tres personas. Una era el sonidista, otro era Formanek y el tercero el baterista. Se acercaba la hora de inicio y ni siquiera llegaba Angélica Sánchez. Cinco minutos antes del show, se contaban cinco personas en una salita casi con más espacio para el escenario que para las sillas. Finalmente apareció la pianista y minutos después unas 15 o 20 personas, más de la mitad no americanos (italianos, españoles y latinos). El concierto fue hipnótico, con amplio espacio para la improvisación y la revelación del baterista, que por momentos tomaba un rumbo contracíclico respecto del piano para luego empujar él al trío en una dirección, la que él fijaba, con una gran variedad de recursos. Silencio y concentración en el poco público que asistió permitieron poco más de una hora de  música no convencional. Este vertiente de jazz es minoritaria, el jazz de por sí ya lo es en general y nadie se entera de lo que pasa en una esquina pedida del East Village. Si los discos de Angélica Sánchez no se vendieran en sus conciertos sería imposible encontrarlos en Nueva York. Lo mismo con Formanek. De hecho, casi no quedan disquerías. 

Ethan Iverson, con Dayna Stephens
Con esa experiencia a cuestas quise comprobar qué pasaba con un grupo más mainstream. Al día siguiente tocaba el cuarteto de Ethan Iverson, con Dayna Stephens en saxo barítono, David Williams en contrabajo y Eric McPherson en batería. La cita era en Small's, un desangelado y apretado sótano del West Village, a una cuadra del clásico Village Vanguard. Esta vez sí hubo gente. Unas 80 personas colmaron el local. ¿Adoradores del jazz, seguidores de Iverson? De nuevo, extranjeros varios, algunos que están –estamos– de paso, y otros que viven circunstancialmente en Manhattan. "Yo mucho no entiendo de esta música pero te aseguro que aquí siempre hay buenos shows", le explicaba un español a otro, al parecer su invitado. "Vale, pero si no hay sitio sentados nos vamos", replicó éste. En fin. El show no aportó gran cosa. Standards, muy previsibles, aunque con jerarquía individual para algunos solos. Claramente, una música más convocante. Eso sí, de concentración y silencio como en The Stone ni hablar. La barra muy cerca del escenario, con una morocha de fuerte presencia que oficiaba de moza y que pasaba por entre los músicos e inexplicablemente no los perturbaba, además de la obligación para todo el mundo de tener una copa en la mano sin mesas donde apoyar. Una hora diez estricta de show y de nuevo a la calle, al frío neoyorquino y a esperar la próxima parada.

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